El delito acusa a la sociedad

Los delitos que se nos antojan más despreciables no solo señalan al delincuente sino, sobre todo, al fracaso del conjunto de la sociedad, a su impotencia no solo para evitar la infracción sino, sobre todo, para consolidar un sistema de valores común e incuestionable en el que no quepan aquellos actos.

Quizás esta argumentación suene a música celestial, ajena a cualquier planteamiento realista e incluso lógico. Sin embargo, la respuesta habitual frente al delito deposita su confianza en el poder del castigo más que en la consolidación de los valores colectivos de una sociedad asentada sobre los derechos, la solidaridad y el respeto.

Si todo se fía a la eficacia de la pena y a la represión como elementos disuasorios fundamentales –y, con frecuencia, exclusivos–,  los hechos delictivos y los propios delincuentes mantendrán sus desvaríos, provocados por la enfermedad, el egoísmo o la crueldad a los que con frecuencia la propia sociedad estimula.

La desigualdad, la competitividad, el individualismo e incluso el machismo forman parte de los motores sociales. La barbarie está instalada en el adn de la sociedad. No basta la emoción que genera el llanto, el minuto de silencio a la puerta del ayuntamiento o el gesto de hincar la rodilla sobre el asfalto. La sociedad está obligada a imponer el ejercicio de la razón para transformar muchas de sus prioridades. Está difícil.

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