Reunión en un ministerio en estado de irrevocable espera. La máxima responsable del departamento no acude a la cita. Tiene otra tarea: guardar los objetos con los que decoró su despacho y algunos papeles con los que cubrió su responsabilidad en las cajas con las que regresará a casa. Por la tarde otra reunión con la gente a la que quiero plantear el trabajo que traigo entre manos. Todo transcurre armoniosamente. Nos entendemos, parecemos aceptar los papeles de cada quien. Sin embargo, a la hora de fijar el plan de trabajo, me indican que deberemos esperar a que el jefe de las jefas con las que estoy reunido resuelva. No hay fecha.
Todo ha resultado extraordinariamente cordial, cálido, propicio, pero tengo la impresión de que, aquí, resolver, lo que se dice resolver, cuesta. La reunión del día anterior también se produjo en esos términos. Los asuntos previamente comentados por mail se habían guardado en el servidor, pero no habían entrado en la fase operativo. Los correos se responden, pero las decisiones se aplazan. O eso me parece.
Vivo una experiencia contradictoria. Desde Barcelona me reclaman información, documentos y algunas otras cosas relacionadas con la publicación de Esperanza. Las cumplo a rajatabla. Allí se ejecuta, y no hace falta dar las gracias. La de aquella orilla debe ser una religión más laica. Aquí, en Perú, existe la mística. Y lo alabo. Pero hoy me hubiera gustado que la aderezaran con mucho ají y una rodajitas de rocoto.
En ese sentido, me sorprende el restaurante en el que como: La Mar. Estaba bien informado y estoy bien sorprendido.
Por la noche, presentación de Mistura. The power of food. En el auditorio Los Incas del Museo de la Nación. La ceremonia tiene una mezcla de ceremonia hollywoodiense, con alfombra roja para los protagonistas, en su mayoría campesinos llegados de diferentes partes del Perú, con rostros curtidos, trajes tradicionales y porte huidizo que sólo se libera cuando asumen su papel folklórico: el rezo, el cato, el baile o el puro y duro trabajo.
La fiesta comienza con un ritual místico, una ofrenda y unos danzantes, y tras el saludo de Patricia a los asistentes, se proyecta el documental que ya conocía. Un trabajo digno, agradable, que gusta y entretiene a una audiencia entregada. Luego hay fiesta popular con bailes tradicionales, figurones, máscaras y un bullicio sin tregua. Unos jóvenes cocineros preparan un piqueo que una parte del auditorio disfruta mientras la otra atiende a los discursos oficiales que homenajean a Paty y la proclaman no sé cuantas cosas que ella agradece.
Hay emoción en su rostro y en sus palabras, y mucha gratitud a quienes la ayudaron. Y hay formalismo y sinceridad en los que la agasajan. El oropel parece excesivo, pero se acepta como otro producto autóctono que en la otra orilla hemos declarado en definitivo estado de extinción. Parecen ceremonias de un tiempo que vivimos y que ponen de manifiesto que, aparte de los discursos políticos, con oratoria de pueblo, aquí hay gente que cree en lo que hace y aún tiene razones de seguir haciéndolo. Como hubo un tiempo en el que allí había gente convencida de que podía construir un mundo más justo. Seguramente por esa razón me siento más condescendiente, más comprensivo, menos huraño, sin negar una cierta formalidad de pueblo.
Llegados a este punto me encuentro con Andoni Luis Adúriz y el equipo con el que rueda un documental que estrenarán en el próximo Festival de San Sebastián. Al grupo lo conocía de vista, habíamos comido en el mismo restaurante, frente a frente: yo solo, ellos cinco. Hablamos de algunas cosas y nos despedimos hasta más ver. Para no marcharnos a la francesa.