El tráfico es caótico casi siempre, pero hay lugares donde alcanza un punto de delirio. Nápoles me cautivó hace años. Hoy compruebo que Lima lo supera. En la ciudad hay más de doscientos mil taxis y miles de pequeños autobuses atraviesan la ciudad en todas direcciones. Aparte queda los turismos privados, los grandes autobuses e incluso otros vehículos de mayor tonelaje que de vez en cuando comparecen en las rúas. El atasco supera al de la ciudades que conozco en hora punta y el disparate obliga a reconocer la habilidad y el buen sentido de los protagonistas del caos.
Debo reconocer que, en este caso, se respetan los semáforos. El observador advierte que están para algo y que todos, viandantes y conductores, los reconocen e incluso entienden: rojo = no pasar. Hasta ahí llegar la sabiduría vial de los limeños.
Fuera de esa circunstancia el tráfico se regula por normas más propias del baloncesto que de la urbanidad. El derecho asiste al que consigue la posición; es decir, quien mete el morro en el carril obtiene la preferencia sobre el que llega recto y embalado, salvo que éste asalte otra vía y rebase por estribor o babor, que eso no importa, al que osaba relegarle en el atasco.
De esta manera los coches, para avanzar en línea recta, utilizan trazadas oblicuas, al igual que los veleros para aprovechar el impulso del viento, aunque en este caso nadie esté obligado a fijar su rumbo en función de las brisas. Esta fórmula obliga a manejar los retrovisores con la misma destreza que el volante y a medir las distancias con mayor precisión que un torero.
La celeridad acrecienta el mérito. Sólo con velocidad punta se resuelve el miedo. La situación culminante se produce cuando hay que atravesar en perpendicular una vía rápida de tres carriles por sentido y atestada de coches. Aquí se avanza en línea recta y a puro huevo.
Sin embargo, en todas esas circunstancias no he visto el más leve accidente. Parece que, aparte de reconocer el rojo de los semáforos como señal prohibitiva, los limeños aplican una máxima unánime: prioridad al más osado. Y ahí radica la extraordinaria racionalidad de los automovilistas peruanos: gracias a su juicio exacto, al respeto absoluto al que les supera en atrevimiento, el caos no provoca accidentes.
A mí me falta esa condición, generosidad o lo que sea. No estoy en condiciones de aceptar que todos son más osados y, por tanto, más listos que yo. Prefiero ver y, absorto y sorprendido, reír. Porque nunca pasa nada. Amén.