Se llamaba Raúl Richi y me dijo que era chef, pero que ese trabajo le estresaba y sólo lo ejercía de tarde en tarde, apenas para atender a conocidos, como había hecho el día anterior, porque un amigo le pidió que preparara el almuerzo a un grupo de cincuenta personas que deseaban celebrar una fiesta con un partido de fútbol seguido del banquete. Habían pensado, le dijeron al chef, comer en una anticuchería cercana, pero el amigo propuso que resultaría más sabroso encomendar el festín a un cocinero siempre dispuesto a apostar por las tradiciones de la gastronomía peruana.
Así se hizo. Le habían avisado ya de noche y, por ello, Raúl Richi se levantó antes del amanecer, a las cinco, acudió al mercado, compró carne, verduras y los condimentos necesarios y, luego, dedicó toda la mañana a preparar unos frijoles a la norteña con chancho y no sé cuantas cosas que no entendí, porque desconocía los frutos o, al menos, no asociaba los nombres con los productos.
Era chef, y se mostraba orgulloso de ejercer de tal, como el día anterior, entre amigos, pero conducía un taxi. En él lo conocí. Al tiempo que me hablaba del estrés que genera la profesión de cocinero ejercida a diario, sorteaba camionetas, driblaba automóviles, esquivaba peatones a velocidad de estrépito, mientras yo sólo alcanzaba a admirar aquella habilidad para el eslalon más tramposo, en el que los obstáculos se mueven de modo aleatorio, para obstaculizar al coche de un lado y al del otro, para bloquear al de la calle transversal y para girar en ángulo recto desde la tercer carril de la izquierda al primero de la derecha deteniendo la circulación por medio exclusivamente de su osadía.
A Raúl Richi la jungla del tráfico limeño le relajaba, y así lo demostraba mientras, sin inmutarse y sin dejar de hablar con un suave tono musical y sereno, atravesaba perpendicularmente una avenida de tres carriles en cada dirección atestados de tráfico y obligaba a detenerse a cuantos circulaban a gran velocidad en sentido preferente, un detalle que la práctica del tráfico limeño desafía de manera permanente. Y le relajaba el oficio de taxista porque le permitía conocer gente, hablar con personas distintas, afrontar situaciones imprevistas e incluso sorprendentes.
Entonces me contó cómo una mañana subió a su vehículo una señora de aspecto neutro, ni joven ni mayor, discreta en su cuidado y su vestimenta, algo retraída. Raúl Richi la recordaba así, aunque realmente no reparó en ella hasta que la mujer le indicó que la sacara de aquel lugar y la llevara a donde él quisiera. Raúl Richi, sorprendido, así me lo contó, sólo acertó a preguntar si podía ayudarla en algo, porque a él no le interesaba saber si sufría algún problema, sino si estaba a su alcance procurarle algún remedio. A partir de aquel momento, Raúl Richi me interpretó con enorme contención dramática, cargada de inflexiones sutiles y una finura solemne para mezclar la tragedia y el vodevil, la conversación entre la viajera y el taxista.
– Para lo que yo deseo no hay ayuda posible.
– Seguro que sí, señora; yo puedo ayudarla.
– No, señor; nadie puede ayudarme.
– Mire, a mí no me importa si usted tiene problemas económicos, sentimentales o de otro tipo, pero estoy seguro de que puedo ayudarla.
– Lo que yo quiero, señor, es matarme.
– ¿Matarse?
– ¿Ve cómo no puede ayudarme?
– Claro que puedo.
– ¿Que usted puede ayudarme?
– Por supuesto, señora. Estamos en el mundo para hacernos favores. Hoy por ti mañana por mí.
– ¿Entonces?
– Empecemos por lo primero. ¿Tiene usted aseguradora?
– ¿Para qué?
– Porque para matarse es lo primero que hay que tener. Hay que pensar un poco, señora; hay que pensar en los seres queridos. Hasta para matarse hay que pensar.
– ¿Y eso?
– Fíjese. Matarse tiene unos gastos: el cajón, el nicho, el entierro. Usted va a dar un disgusto a sus familiares, pero, además, les va a crear un problema: tendrán que pagar todo eso… No sé si están en condiciones.
– Sólo quiero matarme.
– Usted decide, pero no lo pierda de vista.
– Me dijo que iba a ayudarme.
– Y en eso estoy, pero ya le digo que hasta para matarse hay que pensar. Por ejemplo, ¿ya sabe cómo quiere matarse?
– No lo he pensado.
– ¿Con un arma? Para eso hacen falta, por lo menos, una pistola y una bala. ¿Las tiene usted?
– ¿Sabe dónde se compran?
– Por supuesto, señora, la puedo llevar ahora mismo, pero hace falta dinero.
– ¿Cuánto?
– En el sitio que le digo encontramos una pistola por 1.500 o 2.000 dólares.
– No tengo.
– Otras maneras son más complicadas. Podemos utilizar un cuchillo grande, bien afilado. Lo más difícil es acertar a la primera, porque, si no, se queda malherida y la ven desangrándose y la llevan al hospital y, después de un mal rato y mucho dolor, puede ser que la salven. Y si va a ser así, pues no merece la pena.
– ¿Entonces?
– No creo que ése sea una buena manera. Y cortarse las venas tampoco me parece un buen procedimiento, uno se tarda en morir y ensucia mucho. Casi todos los que lo hacen llegan vivos al hospital. Matarse para no matarse es ridículo, señora.
– ¿Se le ocurre otra solución?
– Podemos ir al mar. Y ahí caben dos fórmulas, o tirarse contra un peñasco o meterse poco a poco hasta ahogarse. Pero no crea, también tiene sus problemas.
– Ahogarse no tiene ninguno.
– Señora, yo he estado dos veces a punto de ahogarme. Y uno no se ahoga de repente. Desde que te hundes, empiezas a tragar agua, sales a flote, no puedes respirar, vuelves a hundirte, se llena la barriga de sal, te ahogas, vomitas… Le digo yo que se pasa muy mal. Piénselo.
– ¿Qué hago?
– El peñasco. Eso está bien, pero hay que hacerlo con tino. Tiene que darse el golpe en la cabeza, bien preciso y contundente; para eso hay que arrojarse desde muy alto y en esas situaciones, con las prisas y los nervios, se controla mal la caída y te puedes romper las costillas sin matarte o te puedes arrepentir a ultima hora y girarte en el aire y destrozarte las piernas, sin matarte.
– Yo quiero matarme…
– Y yo quiero ayudarla. ¿Sabe por qué? Porque yo también he querido matarme. De hecho, señora, estoy dispuesto a cambiarle todos los problemas que usted tiene por los míos. No se los puede imaginar.
– No le creo.
– Pues mire usted a ese señor, al que está ahí mismo, en el cruce. A ese sí se lo puede imaginar. El que sonríe, el que está pidiendo una limosna. Yo ahora mismo le voy a dar unos soles. ¿Lo ve? Es ciego. Y ahí le tiene, contento. Ese hombre se quedaría con todos sus problemas con tal de que usted le diera su vista. ¿No le parece?
– Déjeme aquí, señor.
– Como usted quiera.
Raúl Richi me dijo que aproximó su coche a la acera, bajó del auto y abrió la portezuela a la señora. Se despidió de ella. La mujer avanzó unos pasos y luego se volvió hacia el taxista.
– Adiós, señor. No sé que haré, pero hoy no me mato.
Por razones como ésta a Raúl Richi, el chef al que le agobia la cocina de a diario, le relaja el taxi. Incluso en Lima.