Hoy ya no he conseguido apartar a Walter de mi vida. Este hombre, alto, entrado en años, desgarbado, zumbón, negro, es peruano, pero tiene guasa y ritmo caribeños. Un personaje de novela, estoy seguro: empresario surgido de la nada, dos veces divorciado, imaginativo y gesticulante, asediado por las mujeres: “mujeres, mujeres”, repite cuando suena el teléfono, y luego me enseña un mensaje: “te extraño”.
Ha querido ser mi conductor a tiempo completo, pero cuando el viernes le dije que en el fin de semana, cuando debía iniciar su turno, no le iba a necesitar, porque tenía un muy tranquilo, de visitas a la ciudad y algunos monumentos, juntó las manos, se las llevó a la cara, suspiró, miró al cielo, entornó los ojos y añadió: “Gracias, señor Jesús, estoy muerto”. No sé si me lo decía a mí o a otro que me haya copiado el nombre.
El lunes apareció en el hotel con el coche aparcado e insistió en llevarme a todas partes. Me aseguró que había estado en el hospital y que habían tenido que hacerle un lavado de estómago porque se encontraba completamente empachado. Le pedí que descansara y que, en todo caso, el martes, que estaría más agobiado, le llamaría.
Quedé con el para las reuniones de la tarde, pero ya estaba con su Toyota Prius aparcado frente al hotel cuando regresé de la primera. Pasamos un par de horas en medio del atasco limeño. Cantamos canciones de Serrat y de Sabina y alguna otra que ya no recuerdo. ¡Menuda pieza!
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