
Discurso navideño de su majestad: nada hay más vacío y de lo que se hable más.
La costumbre no ha cambiado por el mero hecho de que haya cambiado el rey –o hayamos cambiado de rey– por designio de dios y de quien lo representó. Los comentaristas se han dedicado ante el nuevo año y el nuevo rey a buscar, con renovado y exultante afán, pequeñas arruga en la hombrera o el sinsentido de una bandera junto a la mesa camilla: es decir, lo trascendental para el país. Las cosas regias son así y bien lo sabemos.
Esta vez los pajes y edecanes prepararon para el nuevo inquilino un decorado artificial, casposo, horrendo. Él pregonó palabras articuladas carentes del más leve compromiso. Otra vez el espectáculo de la vanidad para ocupar el espacio vacío de los medios de comunicación en el gran día de fiesta.
Mientras el país entero se entregaba a otras ocupaciones, entre el exceso y la miseria, alguien con atuendo marcial le proponía confianza, aunque la mayoría bien sabe que solo la tendrá a su alcance con fianza, previo pago de lo que no tiene.
“Sólo los comentarios que les suceden resultan más banales que los discursos del Rey en general y del navideño en particular”, escribí hace un año. En esta ocasión, me reconforto leyendo Sobre las naderías del rey; es decir, a Luis García Montero en Público:
Y concluyo: Si nada cambia, pese al cambio de rey, la solución, salta a la vista, debe ser otra.
