
A muchos de los inscritos como españoles nos cuesta reconocernos como tales, si se pretende que ese gentilicio explique algo más que la casualidad de haber nacido en un determinado lugar geográfico. Reconocernos como pueblo no nos cuesta, nos ofende, porque no es lo mismo ser de pueblo que ser pueblo.
Cada vez que se alude al pueblo español se repite machaconamente en mi cabeza el primer verso que José María Pemán incorporó al himno de España (“alzad los brazos, hijos del Pueblo español”) a mayor gloria de la dictadura. A los que éramos chavales en los años 50 del siglo pasado nos obligaban a cantarlo cada día a la entrada de la escuela. El mero concepto de pueblo impone: remite al judío, el elegido por un Dios cruel, o al alemán, el Volk que encumbró y legitimó a un genocida. El demos griego era otra cosa, aunque también legitimaba el poder de los pocos que en realidad gobernaban la polis. No, no es lo mismo ser de pueblo que ser pueblo
Todo cambió cuando se entendió que los derechos solo pertenecen a los ciudadanos y no a colectivos más o menos amorfos construidos sobre legitimidades difusas. Por eso, nos sigue repugnando aquel término. Porque con el significante se pretende imponer un significado que traslada los derechos de las personas a una colectividad impostada a partir de ciertas circunstancias históricas, geográficas o culturales con las que se arroga los derechos que corresponden, en todo caso, a sus miembros.
O sea, que poco importa el España va bien, si los españoles o muchos españoles van mal. Por poner un ejemplo.
