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El gobierno de Pedro Sánchez, que proclama el derecho a la igualdad como principal seña de identidad, tiene un símbolo o, al menos, una referencia a la que mirar, al margen de los focos o las cámaras.
A Magdalena Valerio le han encomendado el ministerio de Trabajo. Ese encargo bastaría para convertirla en el emblema de un ejecutivo al que observan con especial atención las personas más castigadas por la crisis, los jóvenes que contemplan un futuro sin expectativas, los parados de larga duración que se sienten abocados a una situación irreversible, los temporales y los temporeros, los contratados bajo fórmulas abusivas e ilegales, los asalariados que no llegan a fin de mes, los vulnerados y los vulnerables…
Bastaría esa relación de damnificados para comprender el imponente número de ciudadanos a la búsqueda de medidas que alivien su desesperación acumulada. A todas esas expectativas Magdalena Valerio ofrece no solo su formación, sus trabajos anteriores o su compromiso, sino, sobre todo, su propia experiencia vital. «Mi padre trabajaba de pastor y mi madre servía en casas», ha explicado a cuantos han querido conocer sus orígenes. Sus padres, casi nonagenarios, han ofrecido la imagen más emocionante de los nombramientos ministeriales: la que les muestra, orgullosos, exhibiendo la foto de su hija. El que fuera pastor antes que guardia civil supo del nombramiento de Magdalena cuando regresaba del cuidado del huerto y las gallinas, que seguirán siendo su ocupación cotidiana preferente; lo ratificó: nada va a cambiar su vida.
Los orígenes de Magdalena Valerio sitúan el problema de la desigualdad en su ámbito más genuino, el de clase –¿se puede decir así, sin ambages, todavía?–, la que confronta al 1 y al 99 por ciento, la que impone la diferencia de recursos económicos, la que genera la pobreza y determina, luego, el contraste de oportunidades, de acceso a la educación; la que agrava otras más presentes e igualmente inaceptables, la de género, la de raza… Desigualdades que no se contrarrestan entre si, porque se suman.
Las mujeres han conseguido mostrar que caminan en la dirección que les corresponde. Los pobres, mujeres y hombres que carecen de recursos básicos e incluso mínimos, no. Para ellos no hay gestos estimulantes; menos aún, hechos. Por eso el símbolo de este gobierno puede ser Magdalena Valerio: hija de un pastor y una sirvienta, mujer, originaria del mundo rural, resistente contra el cáncer. Superviviente y consciente; por ello, se supone, obstinada.
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