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Ocurrió en la primavera de 2003, unos días antes de que el gobierno norteamericano, con el apoyo de los socios británico y español, lanzara su ataque contra Irak. Un grupo de periodistas conversábamos relajadamente con el entonces secretario general del PSOE y próximo candidato a la presidencia del Gobierno, a la que accedería casi sin imaginarlo un año después.
La conversación versaba en torno a la inminencia de la guerra de Irak, a las movilizaciones populares, a las repercusiones de todo aquello. José Luis Rodríguez Zapatero detuvo el coro con una mirada profunda, con las manos sujetando la barbilla.
– ¿Estáis seguros de que la guerra es ya inevitable?
– Tiene toda la pinta, dijo alguno.
– La suerte está echada, afirmó otro.
– No estoy tan seguro, se reafirmó el..
La respuesta nos sorprendió, antes del desconcierto.
– Estoy seguro de que aún podemos parar esa guerra. Si todos nos unimos, nos concentramos, fijamos nuestra mente en esa idea, si creemos que aún es posible la paz… lo conseguiremos.
No, estábamos desayunando, no habíamos bebido y, aunque alguno hubiera dormido poco, ninguno de los presentes parecía enajenado. Al menos, hasta aquel momento. No podré olvidar la mirada que cruzamos algunos compañeros; en especial, una. ¿Era verdad lo que estábamos escuchando a quien estábamos escuchando?
Quince años después aquellos recuerdos acuden en auxilio de quienes no alcanzamos a entender la supuesta mediación que Rodríguez Zapatero ha venido realizando en Venezuela. Unos le acusan de complicidad con un régimen avieso; otros, de desamparar a las víctimas más evidentes (los que carecen de pan o medicinas, los que se refugian en el exilio, los políticos encarcelados, los partidos prohibidos); algunos más, de combatir la perversión con buenas intenciones y agua bendita.
Quizás esas actitudes tan difíciles de comprender respondan a su planteamiento ilógico, en el que siempre se da por verosímil la evolución de los comportamientos humanos hacia la benevolencia. Su actuación no se basa tanto en la firmeza de sus convicciones como en un voluntarismo contra la enfermedad, aunque enfermizo, indómito y congénito. El mismo con el que se negó a ver la tormenta que le sacó del poder.
Sin embargo, este expresidente del Gobierno, ridiculizado y reprobado por la opinión pública muchas más veces de las merecidas, será reconocido por acciones surgidas de ese activismo de buenas intenciones que mejoró la vida de muchas personas y que mantuvo el debate público y el respeto a la acción política.
Después de él, y su angelismo, llegó la barbarie de los sonámbulos.
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