Las circunstancias más adversas abonan el terreno preferido por los profetas. Para colmo, algunos han convertido ese oficio, en otros tiempos propio de personajes alimentados de sustancias alucinógenas, en un puro negocio al que se suman con entusiasmo los responsables públicos. No hay manera de escapar del ruido que amplifican los medios y las redes, del encono que propicia radicalismos y audiencias, del destrozo de una sociedad aislada y asustada. El miedo ha dejado de ser un medio de defensa, que aleja al ser humano de ciertos peligros, para convertirse en el arma definitiva de los poderosos para derrotar cualquier resistencia e incluso la propia convivencia. Hartos de todos ellos, corremos el riesgo de renegar de nuestra condición de ciudadanos: de nuestros derechos.
No se trata de un alegato negacionista. Al contrario, el negacionismo no es tanto la causa como un efecto de esta realidad. Cada vez que Isabel Díaz Ayuso se coloca ante un atril, se siente el vértigo de un discurso que animará a asaltar el Capitolio y a derribar no tanto la ley como la esperanza.