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Al Gobierno le han caído, sin preverlo ni pensarlo, dos tsunamis suficientes por sí mismos para hacerle naufragar. El coronavirus llegó sin anuncio previo ni tiempo para haber corregido la despreocupación de las administraciones públicas ante una emergencia de estas características tan inesperada como, ahora lo sabemos, no imprevisible. La crisis de credibilidad de la monarquía pertenece a otro ámbito: en este caso no se trata de algo sorpresivo sino todo lo contrario; las alarmas saltaron hace tiempo, pero la mayor parte de la sociedad prefirió seguir corriendo con las manos tapándose los ojos. Y ahora lo uno y lo otro alarman: la sociedad se encuentra en una situación de máxima inquietud e incertidumbre y la institución con mayor valor simbólico del Estado se encuentra entre la espada y la pared.
El Gobierno viene a exigir que el Rey despida a su padre, que lo largue de la casa familiar, que lo esconda y, en la medida de sus posibilidades, que lo haga desaparecer del escaparate. Parece ser que el Emérito, que había conocido el destierro de su padre y el de la familia de su otrora esposa y siempre reina, pensó desde que tuvo uso de razón en prever las contingencias de unos súbditos volubles y, a veces, justicieros. Y aunque postergado y humillado –desde el punto de vista de quienes nunca aspiraron a tan alta alcurnia–, el antiguo rey debe estar pensando que menos mal que no se conformó con poco y que gracias a su afición desmedida ahora no tiene que mendigar una ayudita de los amigos que le ayudaron tanto.
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