
Nunca pude sospechar que visitaría la catedral de Ginebra, el centro espiritual del calvinismo, en compañía del portavoz del Vaticano. Ocurrió. Fue hace cuatro años, en estas mismas fechas, antes de la Navidad. Ernesto Lombardi estaba allí como representante de Radio Vaticano, aunque podía haberlo hecho, porque lo era, como vocero de Susan ante los medios de comunicación e incluso ante sus feligreses.
Aunque incluida en la nobleza del patrimonio europeo, la catedral de Ginebra no destaca por sus dimensiones o sus pretensiones. Sencilla, discreta, ecléctica, recogida, invita más a la reflexión que a la exclamación. Quizás por ello hicimos el recorrido en silencio, sabedores de que allí se conservan momentos que explican no sólo la evolución del cristianismo sino también la cultura europea.
Lombardi aceptó algunas bromas sobre la rigurosa melancolía de aquella catedral, tan alejada de la exuberancia barroca de muchos templos católicos del sur, penetrados en algunos casos por símbolos lúdicos e incluso profanos. Nos detuvimos ante la silla en que solía aposentarse John Calvino y aún hicimos un intento de ocupar el asiento del predicador reformista, denunciador del escaso celo romano para controlar las desviaciones de sus fieles e incluso de muchos eclesiásticos.
Los amigos italianos me habían presentado, solo por ser español y por trabajar en aquel momento en la televisión pública, como representante de Zapatero en aquel encuentro, lo que servía de motivo para la chanza de los colegas que reclamaban mi defensa apasionada del matrimonio homosexual, la escuela laica (nunca entendí por qué la asociaban con el entonces presidente del Gobierno) o la igualdad a favor del sacerdocio de las mujeres.
A monseñor las bromas no le molestaban. Tenía dos mil años largos de cuerda. E incluso él mismo se sumaba a la provocación, sin desvelar en ningún caso cómo había transcurrido, por ejemplo, la última visita de la vicepresidenta del Gobierno español a sus eminencias vaticanas.
Concluido el recorrido, comprobada la superposición de supersticiones que allí se acumulaban y valorado el efecto religioso y cultural de aquella ciudad y su catedral, buscamos entornos más amenos: el lago Leman, algunas de las calles más brillantes y fastuosas, iluminadas de lujo y esplendor.
Anduvimos mucho, pero también utilizamos el transporte público, los pequeños tranvías que escalan a los barrios tradicionales, para tener una visión global de la ciudad que nos convocaba. El representante del Papa y yo, en ningún caso como representante de Zapatero, no mostramos reparo alguno para subir sin billete a los vehículos. No sabíamos cómo adquirirlos, pero tampoco nos esmeramos. Un pequeño pecado que nuestra educación católica consiente sin necesidad de contrición ni voluntad de enmienda.
Los calvinistas, comentamos, son de otra manera.
Salvo que sean banqueros. Entonces todo cambia. El rigor, la disciplina, la austeridad, el respeto al otro y a lo público corre grave riesgo de desaparecer. Léase La cueva de Alí Babá y los 40 calvinistas, de Xavier Vidal-Folch, y quedará mucho claro.
Incluso en la catedral de Ginebra cabía intuír algo así. Y por eso, cuando subimos al tranvía sin billete, tuve un sentimiento contradictorio, de burla y remordimiento. Quizás no fuera suficientemente católico. Me pareció que a monseñor Lombardi aquel detalle le importaba menos: él era completamente católico y tenía aspecto (no sé si vocación) de banquero. Y cuando se tiene esa predisposición, la religión es lo de menos.
