
No se puede confundir la persecución judicial contra Baltasar Garzón con la que dice sufrir Elpidio Silva. Y ninguna de las dos con el paseíllo con trolley de Mercedes Alaya.
A Garzón le expulsaron de la carrera judicial por prevaricación. A Silva le acusan prevaricar; o sea, de lo mismo. A Alaya, no, aunque la riñan.
Garzón persiguió al poder fuera quien fuera y desbordó lo para algunos permisible, cuando sacó a la luz una red de corrupción en la que estaba implicado hasta las trancas el partido en el poder y cuando quiso defender el derecho a la memoria y a la dignidad de las víctimas del franquismo.
Silva apenas envió a la cárcel transitoriamente y por unos pocos días a un banquero íntimo amigo de Aznar desde el colegio que desarrolló una gestión financiera repleta de fraudes y sombras.
No es lo mismo. A Garzón le buscaron todas las esquinas y bastaron unas escuchas para que le acusaran de tomar decisiones que, según ellos, él sabía ilegales, pese a que otro juez y la fiscalía las ratificaran sin sufrir amonestación, ni siquiera advertencia, y a pesar de que muchos juristas, de ejercicio o academia, compartieran su criterio. ¿Cómo no condenar a los demás? ¿O cómo pensar que todo ellos eran imbéciles? Los que tenían poder para decidir lo hicieron.
En el caso Silva se acumulan despropósitos (ver Diario de a diario. 23 de abril). El propio juez, desde que fue señalado, ha vivido con los pies fuera del tiesto, implicado en una campaña de desatinos que han puesto en duda su propio sentido común.
Y entre medias, una juez a la que sus superiores han reprendido reiteradamente por actuar contra derecho. No ha pasado nada. Actúa a favor del gobierno.
Tres casos distintos y una verdad verdadera: no hay quien lo entienda. Ni por separado ni por juntos ni por revueltos. Salvo que la justicia sea desigual para todos. Quizás.
