
El presidente del Gobierno convirtió el Debate sobre el Estado de la Región (ellos lo escriben así, con mayúsculas y quizás de esa circunstancia procedan los posteriores desvaríos) en una apología de su buen hacer y en una ristra de promesas o compromisos para el próximo ejercicio, donde se mezclaban pequeñas novedades con adaptaciones de las obligaciones impuestas por entidades superiores o tribunales; el catálogo era muy amplio (para lo que suele hacerse en estos casos), aunque los comentaristas avezados en cuestiones locales mostraran menor sorpresa que la que un conductor en tránsito reconocía.
Pese a todo, ni el propio interviniente ni los contertulios de uno u otro jaez ni casi nadie podía esperar de la oposición otra réplica que no abundara en la catástrofe del modelo, en la falta de rumbo, en el afán de gobernar para la galería, en el uso de palabras grandilocuentes (es verdad que en esa tierra, a veces áspera, a los dirigentes les dan arrebatos místicos o, cada vez más, místico-tecnológicos para actualizar la ya vieja mutación kafkiana).
Nadie esperaba otra cosa, pero, al día siguiente, de la chistera opositora salió un conejo: moción de censura lo llamaron. El presidente estuvo rápido: “a usted los extremeños le importan ‘un pimiento’ y solo busca su supervivencia política”, más o menos. A partir de ahí, el parón; el debate, las propuestas y hasta el futuro se diluyeron en la réplica.
En una semana habrá solución y, aunque muy pocos apuesten por el triunfo del indignado, pronto se pudo advertir que la iniciativa cabalgaba en otra dirección.
La tercera fuerza política, la que pacta con la primera pese a encontrarse en las antípodas –eso dicen ellos– de su socio y la que critica con firmeza las políticas que el otro desarrolla gracias a su consentimiento, volvió a experimentar el terremoto doméstico de hace casi tres años. Sugerencias, advertencias e incluso algún tirón de orejas llegaron desde el aparato de la coalición en Madrid. La disconformidad de los que perdieron el debate interno local afloraron de nuevo. Muchos bienpensantes convirtieron la incongruencia de una política contra natura en objeto del debate.
Ese era el objetivo. Quizás el candidato local no gane nada, tal vez la sociedad extremeña no vaya a conseguir avance alguno en este empeño, incluso puede perder a causa del desconcierto, y hasta cabe la posibilidad de que el presidente salga reforzado si consigue dividir y enfrentar a los socios naturales que dejaron de serlo.
Sin embargo, convenía sacar el espantajo de la división de la izquierda para rebatir algunas ideas convertidas en bandera de los supuestamente más radicales: el rechazo del bipartidismo es una falacia cuando el tercero en discordia prefiere jugar a Pilatos, la oposición a los recortes y a la disminución del déficit es otra falacia cuando se avala a quien la practica, la crítica a las políticas populistas es otra falacia más cuando se respalda el protagonismo de un dirigente que ha conseguido ponerse en el mapa político sin necesidad de que lo haga la comunidad que representa.
¿Era ese el objetivo? Cuando el candidato a presidente arguyó que tenía la autorización de su partido en Madrid, no hicieron falta más detalles. La moción y la censura no pertenecían a Extremadura. Aunque en Extremadura sobraran los motivos.
