Jürgen Habermas, he leído, está triste o enfadado. Desde hace ya bastante tiempo. O sea, el filósofo padece del mismo síndrome que los simples ciudadanos. Un alivio, por más que sus cavilaciones conduzcan, visto lo visto, a la melancolía. Tal vez una de las reflexiones más interesantes de este verano, calentura por calentura, haya sido el artículo firmado por él, junto a otro de los grandes pensadores alemanes, Julian Nida-Rümelin –incuestioonable como pensador, por más que ejerciera como ministro de Cultura en un gobierno socialdemócrata– y a un reconocido economista, profesor en Würzburg y rara avis en la Germania actual: keynesiano. Todos teutones, para mayor desgracia de la tía Angela. Quede constancia del manifiesto Por un cambio de rumbo en la política europea.
Bien está que sean alemanes quien es digan que Alemania puede hacer, para ser más justa. De eso también han escrito, con acentos domésticos, Antón Costas –Los dictadores benevolentes– y Manuel Sanchís –Alemania, el euro no es gratis–.
Algo más se podría mencionar, aunque el verano, por predisposición propia a airear la cabeza con otras cuestiones menos cotidianas y por decisión ajena de los medios que decidieron sacudirse de tanto mal rollo, fue absorbido por la serie de Juan José Millás Relaciones imposibles. Lo mejor del verano, en diario.