Me invitan a la entrega de un premio y acudo por mera curiosidad, por conocer ese mundillo de editores y escritores al que, sin conocerlo, creo detestar por endogámico y fatuo. Esa actitud, o ese prejuicio, se ha acrecentado desde que di por concluido una especie de ensayo ficcionado en torno a una de mis últimas obsesiones: la relación íntima, progresiva y de ida y vuelta entre la realidad, su recreación literaria y la pura invención. En el mismo momento en que lo di por terminado decidí también darlo por olvidado; no solo ponía en evidencia mi propia pedantería o mis vanas pretensiones de listillo sino que también contradecía mi profunda disidencia con los habituales habitantes de los cenáculos literarios, gente en fin con afanes tertulianos.
Al llegar al salón donde se iban a entregar los premios una azafata me indicó, tras la identificación pertinente, la mesa que me había correspondido, en la que, eso dijo, podría departir con otros destacados representantes de la metaliteratura y del análisis de los nuevos paradigmas que la inteligencia artificial aporta a la creación artística. Apenas me acerqué a la única silla aún desocupada, todos y cada uno de los supuestos colegas se esmeró en ofrecerme un saludo más excesivo que protocolario, aunque dentro de los límites impuestos por el coronavirus. Todos conocían mi nombre, aunque yo ignoraba el de todos ellos.
- Encantado, Eloísa. Temíamos que no vinieras.
- Eloisa Siolé. Una noche y tanta gente me van a impedir hacer todas las preguntas que tengo pendientes contigo.
- Para mi eres una pionera, Eloisa, que orienta a esta generación.
¿De qué hablaban, si yo apenas había publicado un par de artículos en un periódico digital gracias a un conocido que trabaja en la sección de cultura? ¿Cómo identificaban mi rostro con mi nombre, si a mí no me constaba que se hubiera publicado alguna fotografía mía? Si ni siquiera he colgado mi faz envejecida en las redes sociales que también desprecio. Avanzado ya el festejo descubrí que delante de los platos y las copas que me correspondían se encontraba un pequeño cartelillo con mi nombre. O sea, tardé mucho en descubrir que, más que su respeto, aquella pandilla me había ofrecido su burla.
En cualquier caso, volviendo a los orígenes, yo había decidido, tras las indicaciones de la azafata, que aquella mesa estaba repleta de autores tan satisfechos con sus propios escritos como carentes de un currículo reconocible. Y en el tránsito desde el puesto de la azafata hasta el lugar que ella me asignó ya había decidido tomar buena nota de cuanto escuchara y viera. Tal vez, pensé, esa oportunidad me brindara rescatar el libro olvidado con nuevas aportaciones sobre mis disquisiciones alrededor de la distancia entre los hechos y la percepción de los mismos o la falsa originalidad de cualquier distopía desde que Platón nos iluminara con su profética caverna.
Sin embargo, la recepción, no tanto acalorada como calurosa, me había desconcertado y, por ello, agradecí que el letrero con mi nombre tras las copas y los platos me devolviera a la actitud original de desconfianza e incluso de desprecio. No duró mucho, porque en pleno arrepentimiento por mi egocéntrica ingenuidad, se acercó a nuestra mesa un tipo saludador y sonriente que pronto apoyó su mano sobre mi hombro.
- Si me permite…
Me sorprendió. Había dado dos pasos atrás y requería mi presencia. Desconcertado, me dirigí a los supuestos colegas.
- Disculpad.
El tipo me ase ahora del brazo sin abandonar su sonrisa.
- Tengo que adelantarle que ha sido usted el premiado.
- ¿Cómo?
- No ha sido por unanimidad, pero en la votación final ha conseguido una amplia mayoría.
- ¿Quién me ha propuesto? No he escrito ningún libro.
- Usted es Eloísa Siolé…
- Sí, es verdad. Pero también lo es que no he escrito ningún libro.
- Pues debo asegurarle que hasta el jurado ha llegado un texto, firmado por usted.
- No es posible.
- Se titula “Ni frito ni cocido. Revuelto”. ¿Lo reconoce?
- Está guardado en un cajón desde hace meses.
Me contuve. Iba a decir “por despreciable”, pero tal vez no fuera conveniente.
- Alguien lo ha enviado.
Temí lo peor. Comprobé lo peor. Al fondo del salón, en una mesa en la que no había reparado, estaba mi mujer. ¿Qué hacía allí? No necesité preguntar nada más a mi interlocutor. Alguien hablaba a través de la megafonía. Solo acerté a escuchar “…por su obra ‘Ni frito ni cocido. Revuelto’”. La cabeza me estallaba, el ruido me rodeaba, estaba envuelto en un barullo cada vez más próximo y envolvente, hay gente me saluda, gente que me aturde…
Me han empujado a un estrado, que en otra situación habría considerado apenas una tarima; me dicen que debo hablar, pero necesito que quien tuvo la idea de presentar el libro al concurso me explique por qué lo hizo, qué pretendía, con qué permiso… Su teléfono no responde. Reclamo al tipo que me empuja al estrado que avise a mi mujer, que la traiga a mi lado, pero él está allí para empujar, para acercarme al micrófono, para probar sonido “Con ustedes, Eloísa Siolé, autora de “Ni frito ni cocido. Revuelto”. Quiero decir algo, no puedo, hago inclinaciones de cabeza, estoy a punto de desmayarme, me derrumbo.
Apenas recuperado del vahído me anuncian que la entrega solemne del premio se realizará en los próximos días. Y ya me veo allí, en el interior de una catedral atestada de devotas. Y yo, solo. No hay azafata que se ubique ni tipo alguno que me oriente. Sobre el presbiterio se aposentan clérigos, tal vez algún deán y, por supuesto, el obispo. ¿Cuál es mi sitio? Busco un lateral, cerca de una capilla con el santo sepulcro, un lugar que identifico sin problemas, la catedral de Plasencia. Trato de colocarme en los bancos delanteros para que, cuando me llamen, el camino hasta el altar sea más corto y, a ser posible fugaz. La curia al completo escucha discursos ininteligibles, se pasan la palabra de unos a otros, el público parece absorto en otras cavilaciones, nada de lo que escucho tiene sentido, dudo de que me vayan a llamar, trato de elaborar unas palabras coherentes, acude mi mejor amigo a tranquilizarme, pero, luego, se las pira; por si acaso, sospecho. Y así encuentro el argumento de mi libro olvidado.
¿Realidad, recreación, ficción? El cerebro, escribo en la introducción de la versión definitiva, reinterpreta los géneros y asume la complejidad de la construcción del pensamiento (datos, hechos, imágenes, lecturas, recuerdos, conciencia e inconsciencia), pero necesita demasiado esfuerzo. El editor me ofrece una alternativa eficaz e inmediata. Para este barullo solo la inteligencia artificial tiene remedio, me dice. Lo acepto.
Le paso el manuscrito. La máquina, nada más verlo, transforma el título: “Eres gilipollas, sin saberlo”.