
La sociedad está advertida de los codiciosos.
Soria, Rato, González, Blesa, Torres, Aznar, Fabra… Abundan y apestan. Resultan insoportables, pero hay remedio: la cárcel. Eso dicen y eso mismo, a veces, creemos. Solo habría que añadir el juicio rápido y la abolición, para ellos, del tercer grado. Meros detalles.
Sin embargo, la sociedad carece de antídotos contra los tontos.
Contra los que condecoran a las vírgenes protectoras (a la del Pilar, a la del Amor, a la de los Dolores, etcétera), los que elevan de condición al comisario honorífico Marhueda, los que sacan pasaje en primera clase para la perrita Lola o los que confían en las apariciones de Tarancón nadie previene.
Son peculiares, distintos, sorprendentes, dueños de algún cromosoma de más o de menos. Pura biodiversidad.
Nos dejan atónitos, pero mellan las mentes.
Se asocian, se amparan, crean sectas, florecen. Unos coleccionan estampas, otros se visten con sedas, levitan y parece que así no ofenden.
Establecen el absurdo como norma. Y, a partir de ahí, fijan la arbitrariedad como regla.
Inducen a la risa y a la burla. Las soportan. Pero descojonarse solo sirve para asumir la impotencia.
Se sienten agredidos por quienes se atreven a mostrar la indignación desnuda. Y los condenan. Están protegidos.
Luego, en el descontrol de sus normas comprenden la codicia original, tanto mejor cuanto más grande. Y así entra en la cárcel el hambriento que robó una bolsa de jamón de york y sale de ella el que dirigió un banco para no verse en la incomodidad de atracarnos en plena calle.
¿Qué mundo es este?
