Así definió Elisabeth Duval, secretaria de comunicación de Sumar, su estado de ánimo tras hacerse públicos e irrefutables los desvaríos y, muy probablemente, los delitos de acoso sexual en que ha incurrido Íñigo Errejón.
Consternación.
Porque no se trata ya de unas acciones merecedoras de un reproche jurídico o político, sino, sobre todo, generadoras de una descalificación moral; acciones que revelan conductas reprochables e incluso condenables desde un punto de vista judicial, sino también comportamientos repugnantes, moralmente inaceptables.
Se trata de asuntos que deberán dirimir los jueces, pero que, sobre todo, apelan a la intimidad de las personas, a sus derechos elementales, tanto por su condición de ciudadanos como por la de seres humanos. Y por ello merecen mucho más que una condena judicial o política en función de convenciones sociales o de normas que han ido evolucionando a lo largo de los tiempos. Ahora se trata de comportamientos que afectan a la intimidad de cada persona. Y que solo pueden considerarse repugnantes.
No se trata de un caso más o diferente de corrupción, que también habría sido decepcionante por vincular a un político que ha defendido públicamente derechos ciudadanos fundamentales y en quien algunos hemos confiado porque representaba valores coherentes con el derecho a la igualdad y a la fraternidad de las personas. El ha representado una alternativa de izquierdas casi siempre razonable en el ámbito público.
Y ahora…
No se trata ya de la pérdida de confianza política en un personaje concreto, tampoco del deterioro de la fiabilidad que suscita esa izquierda razonable. Esas son cuestiones que se irán resolviendo en el ámbito del debate público y de las actitudes de las diferentes opciones políticas. Pero hay otras que este episodio ha arrumbado: la presunción de que ya no existen espacios dignos de fe. E incluso personas merecedoras de la credibilidad más elemental.
Errejón representaba esos valores, tal vez en mayor medida que la mayoría de sus compañeros o amigos. La suya es la caída de la más elemental confianza. La fe en el ser político ha sido abolida de raíz. Por lo que él representaba para quienes nos vemos obligados a reconocernos incautos. Pero… ¿a dónde ir sin la más mínima fe?
De ahí mi consternación.