De ingenuos y facinerosos

El cerco se cierra. El asedio al juez Garzón va a alcanzar su objetivo: la inhabilitación profesional y la reprobación social, legalmente argumentada por sus numerosos y crecientes detractores, mayoritariamente parapetados tras una ideología que ampara el fraude y la rapiña, y por muchos ingenuos que aún confían en la neutralidad del estado de derecho y, en consecuencia, de la justicia.

A Baltasar Garzón ese asedio tal vez le provoque una desazón moral. Quizás también él esté afectado por la ingenuidad.

Personalmente me gustaría descubrir que, más allá del personaje-juez-Garzón que unos, otros y él mismo hemos fabricado, hubiera una persona tan noble como cínica: que hubiera decidido bordear la norma para mostrar el cobijo que los procesos legales otorgan a determinados delincuentes, la discutible validez de determinadas garantías judiciales que favorecen al malhechor en detrimento de la víctima e incluso la profunda corrupción del sistema en que vivimos.

Las actuaciones del Tribunal Supremo confirman, una tras otra, esas sospechas.

Por eso hoy he querido agradecer al juez Garzón las instrucciones que ahora revisa el máximo tribunal, porque han permitido identificar, sin duda alguna, con nombres y apellidos, a unos cuantos facinerosos y a mucha gente que sin pudor les defiende con el mazo de la ley, aunque no con la razón.

¡Que les den!

Existe un determinado tipo de delincuentes que escapan de la condena mediante argucias leguleyas que, a la postre, se identifican con el estado de derecho. Embisten contra la ley y, luego, la sortean, hasta conseguir homenajes en la plaza pública. Quienes insisten en pelear para que también ellos sean sancionados pierden la batalla, el caso concreto, e incluso la guerra, la posibilidad de ejercer la decencia. Ése es el caso Garzón.

Las normas y las formas, se dice, están en la esencia del sistema judicial; ellas garantizan la equidad para todos. Sin embargo, esas normas y esas formas las esgrimen y las aprovechan unos mucho más que otros. Los unos tienen poder y medios económicos; los otros, no. ¿Cuántas veces se han aplicado algunos criterios que ahora esgrime el Supremo contra el juez Garzón a favor de los otros?

El sistema judicial, que se equipara con el estado de derecho para apartarlo de las críticas de una sociedad descreída, es profundamente inmoral. No pretende que pague quien delinque sino que lo haga el que, siendo sospechoso, no consigue invalidar las sospechas y, si fuera necesario, no logra desmontar las acusaciones. Si alcanza lo primero sobrará en muchas ocasiones lo segundo y quedará justificada la impunidad de quien delinquió.

La defensa del facineroso encuentra así numerosos cómplices: el fárrago de los procedimientos y los plazos, la negligencia o el exceso de celo de algunos funcionarios, la casualidad o la retórica de abundantes profesionales del engaño. En los delitos económicos cometidos por los unos, los poderosos, estos defectos abundan. En los cometidos por los otros pasan casi siempre inadvertidos.

Los ciudadanos no pueden entender el mecanismo. Tampoco entienden que un delincuente efectivo pueda mentir y argüir, con la complicidad de un defensor, su propia inocencia. ¿Lo exige el legítimo derecho a la defensa? ¿No bastaría con aceptar que la defensa argumentara las circunstancias, eximentes o atenuantes, de su tropelía, sin negar el hecho delictivo?

¿Se acaba así, como aducen muchos juristas, con el derecho a la incuestionable presunción de inocencia o, tan sólo, con el negocio de la justicia? Se acaba, eso sí, con el derecho a contar con una defensa basada en argumentos falsos. ¿Por qué no se reprueba al que arguye falsedades en su defensa o en la de su cliente e incluso al que niega lo ocurrido? ¿Un abogado debe rechazar la defensa de un delincuente o bajo qué condiciones básicas debe aceptarla?

Visto desde otra perspectiva. ¿Cuál debe ser el principio primero: toda persona es inocente hasta que la justicia no establezca lo contrario o todo el que delinque es delincuente? Si se aceptara la primacía de este planteamiento tautológico, una vez conocido el delito, habría que recabar las pruebas que permitieran descubrir a los autores. Y entonces ¿la sociedad podría aceptar no sólo que se ocultaran las pruebas sino que personas con una responsabilidad pública tejieran una red destinada a esconder de manera más o menos tupida al malhechor? Esa es, hoy en día, la función del defensor.

El secreto de las comunicaciones, incluida las que mantengan acusado y abogado, favorece que el delincuente se presente como inocente y, en consecuencia, como víctima. Y que cuente con respaldo social para ello.

¿Por qué ocurren las cosas de este modo? Quizás podemos plantear la misma cuestión de otra manera: ¿Cuántos intereses económicos hay detrás de este debate? ¿Cuántas fortunas se han alimentado de los indiscutibles principios del estado de derecho? Unos principios que sirven para unos y no para otros.

Por eso, cuando el Supremo parece decidido a inhabilitar al juez Garzón, no basta con discutir cuestiones legales, sino reivindicar un planteamiento ético fundamental: los unos, por el mismo precio, merecen idéntico castigo que los otros. Como esto puede chocar, por lo que parece, con el  mismísimo estado de derecho, me atengo a las consecuencias.

Aún así, insisto: gracias a Baltasar Garzón hoy tengo nombres y apellidos de delincuentes que resultarán absueltos: en el mejor de los casos dirán que por defectos de procedimiento, pero, cuando eso se olvide y muestren su curriculum inmaculado, alguien deberá saber que ellos formaban parte de los unos. Y que no lo olvidemos los otros.

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