El post de Álvaro Valverde alude a las jornadas Las Hurdes desde Buñuel y, sobre todo, es lo último escrito sobre la comarca. Merece la pena reseñarlo. Por lo dicho y por cómo lo dice.
Si tuviera responsabilidades en la comarca, se me habría ocurrido nombrarle cronista oficial. Aunque estoy seguro de que no aceptaría. Y de que su negativa me parecería razonable.
Pero nada de eso impide disfrutar de los espacios que él convierte en lugares. Incluso en territorios.
Por si acaso, el texto mencionado de Álvaro Valverde se reproduce aquí, aunque se recomiende leerlo donde corresponde. Porque así se disfrutará de otras muchas experiencias que no tendrán cabida aquí.
De ruta
Porque las circunstancias mandan, uno ha cambiado las sabatinas rutas de las cañas (como decimos aquí) por las naturales o turísticas. La última por Las Hurdes y Las Batuecas. El otro día me acerqué hasta Riomalo de Abajo. Al lado del puente, en Riomalo, a secas, celebrábamos mi compañero Baldomero y yo las comidas de Navidad, previo encargo de la famosa paletilla de cabrito al horno que allí preparan. (Una vez, recuerdo, almorzaba en la mesa de al lado el malogrado torero Julio Robles.) Como no había pedido nada de antemano, en esta ocasión tomé unas alcachofas (no precisamente de temporada) y unas chuletillas de cabrito a la brasa. Tras la entretenida tarea de limpiar de carne, cuchillo en ristre, los huesos del animalito, decidí, otro imprevisto, subir al Meandro del Melero, donde, aunque parezca mentira -al menos a mí-, nunca había estado. Al último que le oí hablar del lugar fue a Moga, que por allí anduvo a finales del pasado año. La caminata es amena. Tres kilómetros dicen que hay desde el puente hasta el mirador y el único peligro, turistas había pocos, fue encontrar a la procesionaria del pino haciendo su recorrido penitencial. Desde que a mi hija le cayeron encima unas cuantas orugas hace años, le tengo mucho respeto a esos repugnantes bichitos. Pinar arriba, las vistas son magníficas. En todo el trayecto. Cuando coronas el último cerro, ya con vistas al meandro, te das cuenta de la justa fama que el sitio merece. Impresiona, y hasta da un poco de vértigo. Luego, al llegar al mirador propiamente dicho, la cosa cambia. De bien a mejor. La nieve de la sierra de Béjar, al fondo, daba a la imagen un aliciente más. Allí estuve diez minutos, casi solo. Contemplando aquella maravilla con tintes de milagro. De los milagros en los que uno cree, quiero decir. La bajada fue tranquila. El paseo apenas duró una hora.
Volví después sobre mis pasos, hasta el cruce de Ladrillar y Las Mestas. La carretera sigue igual que cuando estuvimos en otoño: cortada, con semáforos, muestra de la desidia de quien corresponda, Junta o Diputación.
De la patria del ciripolen hacia arriba, la cosa se complica aún más. Estrechez, curvas cerradas, demasiado tráfico y, cómo no, panorámicas espléndidas, montes azules, ríos de cauce imposible, rocas y árboles en precario equilibrio que se confunden entre sí, umbrías selváticas e inquietantes precipicios, y la sensación, que uno nota sin querer, de estar en un lugar mágico, el desierto de Las Batuecas, sitio apartado y eremítico sobre el que ha reflexionado no poco el batueco Fernando Rodríguez de la Flor. Un lugar, sí, de la poesía, por decirlo con María Zambrano.
Y ya que menciono al ensayista salmantino, hasta su querida Sierra de Francia subí y hasta La Alberca llegué, atestada, como siempre, de domingueros (como uno), por decirlo de alguna manera. Hace años que no paro allí. La última vez, en busca del poeta José Luis Puerto. En esta ocasión, siguiendo una recomendación de mi compañero Antonio Moriano, me acerqué al hotel Abadía de los Templarios, que no está mal, y en su cafetería me tomé un té, exquisito por cierto. Y, ya de vuelta, Sotoserrano abajo, llegué hasta el cruce de La Pesga y, entre olivos, a Mohedas (con la vista de Granadilla, el pueblo abandonado, en lontananza); una carretera en la que una tarde, cuando trabajaba por esa zona, de camino a algún colegio, paré un rato y estuve leyendo un libro de Heaney. Lectura que propició, lo recuerdo bien, un poema, no sé si publicado o inédito.
Y ya que menciono al ensayista salmantino, hasta su querida Sierra de Francia subí y hasta La Alberca llegué, atestada, como siempre, de domingueros (como uno), por decirlo de alguna manera. Hace años que no paro allí. La última vez, en busca del poeta José Luis Puerto. En esta ocasión, siguiendo una recomendación de mi compañero Antonio Moriano, me acerqué al hotel Abadía de los Templarios, que no está mal, y en su cafetería me tomé un té, exquisito por cierto. Y, ya de vuelta, Sotoserrano abajo, llegué hasta el cruce de La Pesga y, entre olivos, a Mohedas (con la vista de Granadilla, el pueblo abandonado, en lontananza); una carretera en la que una tarde, cuando trabajaba por esa zona, de camino a algún colegio, paré un rato y estuve leyendo un libro de Heaney. Lectura que propició, lo recuerdo bien, un poema, no sé si publicado o inédito.
Con el sol ya caído, Plasencia. Vuelta a la dura realidad, y un pensamiento: lo terrible puede suceder en medio de la belleza. Que si no es de Rilke, lo parece.