The Guardian y, a renglón seguido, La Vanguardia han abandonado la publicación de mensajes en la red X por considerarla tóxica. Las mentiras que han llevado a Trump al máximo y cuasi absoluto poder universal y de las falacias que han rodeado la catástrofe provocada por una dana en la Comunidad Valenciana, entre otros motivos, están detrás de decisiones de ese tipo. Muchas, anunciadas y ejecutadas a nivel individual, aunque contradichas por otros actores que argumentan su voluntad de permanencia para que, al menos, los usuarios de estas redes puedan encontrar un contrapunto a las mentiras imperantes en esos espacios y no dejar solos a los que acuden a ellos con ingenuidad, desconociendo la catadura de quienes se han apropiado por esta vía del discurso público en amplios sectores sociales.
A los disidentes –los que no están dispuestos a mezclarse con la tropa de los manipuladores– se ha sumado en estos días un columnista ejemplar, Fernando Aramburu, un hombre de pensamiento libre, que ha trasladado su Despedida a los lectores de El País en aras de su derecho a vivir en la marginalidad de su propio territorio moral. Pese a compartir experiencias y reflexiones similares, Antonio Muñoz Molina plantea una perspectiva complementaria que le acerca a la nieta que le pide ver los dibujos animados.
Nunca la sociedad en su conjunto ha estado más sometida al poder de la mentira. Eso parece. Pero esa realidad reclama una obligación moral de la sociedad y de quienes la integramos para encontrar instrumentos no solo de defensa sino también de combate.
¿Cómo? No va a ser fácil, pero hay reflexiones que invitan a adoptar medidas urrgentes. Por ejemplo, las de la neuróloga Clara Petrus, cuyo estudio sobre el comportamiento del celebro humano estimula a tomarse el problema más que en serio. Está en juego el futuro de la sociedad en su conjunto.