Desahucio por coronavirus

La primera ola del coronavirus puso en evidencia el extraordinario valor de la sanidad pública y la obligación ciudadana de defenderla. La reacción contraria, aunque disimulada, no tardó en llegar. Algunos sectores económicos, sociales y políticos apuntaron otras prioridades en pro de sus intereses o sus posiciones ideológicas. Y se acabó alentando, sin reparo, la confrontación pública contra algunas prioridades fundamentales y colectivas.

Las medidas iniciales doblegaron la curva y alentaron un cierto optimismo social, pese a las advertencias de la comunidad científica y de determinados ámbitos políticos. Era el momento de volver la mirada hacia la economía y de rearmar las posiciones derivadas de intereses individuales y colectivos; legítimos, en muchos casos, aunque unos más y otros menos.

La segunda ola del coronavirus (la lluvia sobre mojado, la dana tras la ciclogénesis) ha desbordado la resistencia ciudadana y está generando una ola gigante de desapego respecto de la gestión pública. Un sentimiento de desconfianza radical corroe la vida en común, porque aniquila la reflexión y el debate públicos. La convivencia.

¿Qué ha pasado aquí? A una mayoría de ciudadanos le ofende lo que ve y lo que le cuentan. Se siente hasta el moño de lo que pasa y, aún más, de cómo lo interpretan quienes aparentan legitimidad y poder. La indignación desactiva a la sociedad, porque ataca cualquier atisbo de racionalidad e impide la comprensión de una realidad tan compleja.

No hay excusas. Tampoco generalizaciones. La culpa no es exclusiva de unos pocos, pero tampoco se distribuye a partes iguales. La sociedad sufre, pero muchos ciudadanos incumplen descaradamente con las obligaciones cívicas que este tiempo demanda. Los políticos se equivocan en la toma de decisiones o anteponen intereses de clan sobre los asuntos de todos, pero también los hay que buscan soluciones. Los científicos son fundamentales, pero las decisiones políticas no pueden entenderse como asuntos exclusivos de los que saben. El fanatismo repugna, pero la equidistancia no es moralmente loable. La radicalización en este tiempo no surge como reacción sino como premisa: se alentó y se ejerció antes de que supiéramos del bicho. La libertad es un derecho inalienable, pero, entre los que la defienden a gritos, ¿cuántos aspiran a violarla en beneficio propio?

¡Ya está bien!

Esta situación responde a intereses concretos, a posiciones ideológicas perfectamente definidas, a estrategias que destruyen el marco social de la racionalidad y la empatía a base de prejuicios y emociones primarias, a movimientos pautados de una guerra dialéctica y formal contra el compromiso que reclama la convivencia. Pero todo eso encuentra, cada vez más, a personas dispuestas a cooperar en el bando equivocado.

¿Hacemos un esfuerzo en medio de tanto desatino? ¿Cómo llevarlo a cabo cuando parece cegado el debate publico mesurado y riguroso?

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