31 de diciembre
Hemos podido reunirnos para celebrar el fin de año, aunque, por culpa de la dichosa pandemia, debimos cambiar la cena por un almuerzo y dejar para un día incierto la estupidez de las uvas al ritmo del carrillón y el brindis con burbujas de un cava que en anteriores ocasiones la mitad de los comensales, en realidad, ni probaba. No nos ha resultado rara esta liturgia. A medida que la familia se fue ampliando, cada pareja y su posterior descendencia debimos compaginar los diferentes compromisos propios de estas fechas para encontrar el momento idóneo para la reunión de todos. También las obligaciones laborales de la facción periodística de la familia eran a veces un obstáculo para la celebración nocturna, ante la perspectiva del madrugón impuesto por razones laborales. Por lo uno o por lo otro o por ambas circunstancias hemos celebrado el fin de año un 27 de diciembre o a media tarde del 31 o cuando pudiéramos coincidir. Así, este año, a la vista del aluvión de infectados por el puñetero virus, decidimos que la fiesta se celebrara en modo almuerzo y que la noche se adelantara al mediodía para sentarnos en torno a la mesa instalada en la terraza aprovechando los aires benignos de unos días de invierno casi primaverales.
Esta debió ser la vigesimoquinta celebración navideña caracterizada por un menú largo e inédito, en el que estaba prohibido repetir ningún plato, salvo el que cada año la concurrencia decidiera “salvar” para el siguiente. El primer plato amnistiado fue una combinación de jamón ibérico con magdalenas de aceitunas negras y en los años siguientes el juicio se reiteró por no discutir o, quizás, para dotar de un cierto carácter tradicional a un menú absolutamente ajeno a las convenciones mayoritarias.
Esta debió ser la vigesimoquinta edición de la susodicha celebración según un documento impreso aparecido durante los preparativos del festejo de hogaño y al que todos otorgamos la condición de pionero. Allí se fechaba el evento: 1997. Sin embargo, en realidad, esta sería la vigesimocuarta, porque el año pasado la convocatoria quedó en suspenso a tenor del desconcierto provocado la pandemia. No hubo reemplazo. O sea, que a partir de ahora la contabilidad tendremos que hacerla con los dedos o con la fórmula año-en-curso menos 1997 menos uno (el del año vacante) más uno (para ajustar la contabilidad a la realidad)[1].
En definitiva, nos queda la 25 celebración para poner una fecha redonda que nos salve de los azogues de estas dos celebraciones covidadas. Y sobre todo para desquitarnos de una aberración imprevista: esta vez no hubo plato amnistiado. Las magdalenas de aceitunas negras fueron víctimas de una confabulación, no se sabe si causada por la glucosa desfechada o por otra circunstancia aún por descifrar. Habrá que darle a tan memorable manjar una nueva oportunidad.
Ya veremos si lo hacemos el 31 o el 27, de mañana, tarde o noche… Cualquier día. Pero todos juntos, que es lo que nos hace felices.
[1] Téngase en cuenta algo que a alguno de los comensales le costó comprender: que en 1998 no sea celebró la primera edición, sino la segunda, y que, consecuencia, en 2021 no debió celebrarse la vigesimocuarta sino la vigesimoquinta en el caso de que 2020 no hubiera quedado vacante.
28 de diciembre
De un tiempo a esta parte voy acumulando necrológicas en este diario. Es una manera de revivir. Sin embargo, evito otras muchas pérdidas, no menos memorables. Tal vez, para sobrevivir a la intemperie de la edad.
27 de diciembre
Me sorprende la muerte de Enrique Martin, un futbolista que mereció mi respeto y con el que tuve una sensación de compromiso y amistad. Han pasado muchos años sin vernos, pero no he olvidado el guiño cómplice que me dedicó una tarde electoral al saltar al terreno de juego en un tiempo en el que a los deportistas se les negaba el derecho a pensar por cuenta propia. Recuerdo también conversaciones sobre múltiples asuntos ajenos al fútbol en los que siempre estuvo discretamente interesado. Me acuerdo, en fin, de muchas charlas a salto de mata mientras esperábamos a que nuestras hijas terminaran las clases de violín.
Me emociona en este momento el recuerdo de su sencillez y su discreción en medio de una profesión, la suya, pero también la mía, de fuegos fatuos. Me emociona su actitud como futbolista: capitán ejemplar, abnegado, solidario, defensor del colectivo. Y todo eso me traslada a aquellos mis primeros balbuceos en el periodismo donde me vi metido antes de haberlo decidido.
De mis recuerdos de aquella época no abundan los personajes ejemplares. Enrique fue una excepción.
24 de diciembre
Nada más que decir.
22 de diciembre
Contra la lotería, proclama Sergio del Molino. Y estoy de acuerdo. O casi, porque este año, lo reconozco, jugaba diez euros (en realidad ocho); fui incapaz de rechazar la sugerencia para evitar que se pusiera en duda mi amor al baloncesto y a mi nieta mayor. Pero ni un euro más. Lo juro. No he encontrado otro motivo capaz de justificar mi evidente contradicción. Ojalá este reconocimiento avale el perdón.
Mi oposición a la lotería asume la argumentación del novelista que vació España o, al menos, buena parte de ella. La mía, en concreto, aduce una razón fundamental, eminentemente defensiva; de mi propia imagen. Tengo miedo a que, de tocarme el Gordo, se me ponga cara de gilipollas y, botella en mano y burbujas al viento, acabe en el telediario, que es lo normal en el caso de los agraciados con el Gordo y con la cara de gilipollas… para los restos.
20 de diciembre
Aquel 13 de septiembre de 1973 Juan Antonio había dormido en mi casa. A la mañana siguiente, nada más levantarme y recoger el periódico que el repartidor dejaba cada día bajo la puerta, corrí a buscarlo. Nos sorprendimos frente a frente en aquel pasillo enorme. Le mostré la portada: “Golpe de estado en La Moneda. Los golpistas acaban con la vida de Salvador Allende”. No fuimos capaces de decirnos nada.
Al día siguiente titulé en El Adelanto: “Pinochet, señor presidente”. Nadie puso pegas a aquel titular a cuatro columnas. Tampoco los censores vigentes: ignoraban la existencia de Miguel Ángel Asturias, pese a haber recibido años atrás el Premio Nobel de Literatura; o tal vez entendieran que aquella expresión expresaba un reconocimiento laudatorio al golpista. Así se hacía periodismo en aquel tiempo.
Luego supimos que el asesinato de Allende fue, en realidad, un suicidio en defensa de la dignidad e incluso de la esperanza del pueblo chileno y, también, de otras muchas personas que habíamos depositado nuestras expectativas en aquella vía pacífica y democrática al socialismo.
Por eso, casi veinte años después, cuando tuve la oportunidad de hablar en el Parlamento chileno en el contexto de una Cumbre Iberoamericana, inicié mi intervención con los versos de una canción de Pablo Milanés:
Yo pisaré las calles nuevamente
de lo que fue Santiago ensangrentada
y en una hermosa plaza liberada
me detendré a llorar por los ausentes[1].
Quería expresar tan solo la emoción de evocar en aquel lugar “a mis hermanos que murieron antes”.
Y por eso esta mañana de diciembre de 2021, cuando el periódico ratifica la victoria de Gabriel Boric sobre el pinochetista Juan Antonio Kast, he reproducido la música del cantautor cubano y sentido una emoción íntima.
Una emoción que tiene que ver más con lo que quisimos ser que con lo que somos y, peor aún, más con lo que quisimos ser que con lo que, a estas alturas, cabe suponer que seremos. Ya no nos engañan las emociones que desprenden ciertos momentos pasajeros. Y sin embargo, a la vista está, las necesitamos.
A sabiendas de la naturaleza efímera de las expectativas grandilocuentes, me he puesto a cantar…
Yo pisaré las calles nuevamente… / de lo que fue Santiago ensangrentada/ y en una hermosa plaza liberada / me detendré a llorar por los ausentes.
Yo vendré del desierto calcinante /y saldré de los bosques y los lagos / y evocaré en un cerro de Santiago / a mis hermanos que murieron antes.
Yo unido al que hizo mucho y poco, / al que quiere la patria liberada, / dispararé las primeras balas / más temprano que tarde sin reposo; / retornarán los libros, las canciones / que quemaron las manos asesinas; / renacerá mi pueblo de su ruina / y pagarán su culpa los traidores.
Un niño jugará en una alameda / y cantará con sus amigos nuevos / y ese canto será el canto del suelo / a una vida segada en La Moneda.
Yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada / y en una hermosa plaza liberada / me detendré a llorar por los ausentes.
28 de noviembre
Un día, de repente, te asaltan las lágrimas. Hay algo que no habías previsto, que no pudiste imaginar o, tal vez, que no supiste reconocer. Me ocurrió ayer, tras un mensaje en el móvil que me turbó. Lo repetí en voz alta, busqué confirmación, fue fácil encontrarla. Entonces me invadió la tristeza.
Me vuelve a pasar hoy cuando reviven a cada rato los recuerdos de alguien a quien no sabía que apreciaba tanto. La había escuchado, leído, visto…, pero su memoria pertenecía ya a mi propia sentimentalidad, esa especie de patria –la única verdadera– de los afectos, la solidaridad y la memoria. Algo que va más allá de la literatura o la admiración y más acá de sus actitudes y compromisos. Eso ya lo sabía; ignoraba, sin embargo, la respuesta íntima y emocionada que me asaltó tras lo imprevisto.
Dignidad, memoria, alegría… reivindican los recuerdos. Pero nada más cierto que las lágrimas a la muerte de Almudena Grandes.
22 de noviembre
Días de incertidumbre: cuando nada es como quieres y todo es discutible.
Íbamos a celebrar mi cumpleaños. El condumio estaba listo y la mesa puesta. Mi hija mayor, a punto de llegar con toda la familia, llama por teléfono. No, no hay retraso, tampoco preguntan si hace falta algo o si duplican el postre; se trata de que, a punto de aparcar, han recibido una llamada: todos los compañeros de clase del pequeño de los muchachos han sido confinados, tras haberse detectado varios casos positivos. ¿Qué hacer? Media vuelta p’atrás. Por ellos, por nosotros, por el vuaje que tengo pendente para dentro de dos días, porque no se sabe, pero solo hay una manera de estar tranquilos. El cumpleaños podrá esperar. Eso esperamos.
Acudo dos días después a Cataluña para echar una mano a mi hija menor en unos días con carga extra de trabajo. Nada anormal.
Los madrileños –o sea, la familia madrileña– se reorganiza: ora el padre ora la madre, por turno, libra en su trabajo a cambio de renunciar a los días libres liberados para las Navidades. El confinamiento se extiende a la hermana mayor dada la proliferación de casos entre los menores y, en consecuencia se prorroga varios días más. La organización familiar tampoco sirve.
A punto de regresar de Cataluña, la tarde anterior, unos sobrinos anuncian que pasarán la tarde con nosotros. También para celebrar mi cumpleaños. El condumio estaba listo y la mesa puesta. Mi hija menor recibe una llamada: todos los compañeros de su hija mayor han sido confinados por haberse detectado un caso positivo. En ese momento los sobrinos llaman por teléfono: están a punto de llegar. Se les explica lo sucedido. Ellos trabajan cara al público. Media vuelta p’atrás.
Al día siguiente regreso a Madrid.
¿Hago lo correcto? Aunque vacunado doblemente y a punto de serlo por tercera vez, ¿he cumplido no tanto los protocolos como lo verdaderamente adecuado? ¿Y los que me rodeaban? ¿Estaremos exagerando o tal vez corramos el riesgo de quedarnos cortos? ¿Debí quedarme en Cataluña, suspender los compromisos que había contraído con anterioridad, ponerme yo mismo en cuarentena?
¡Qué tiempos! Nada es como quieres y todo es discutible. La prudencia requiere límites que desafían lo razonable. ¿Dónde comienza y termina lo necesario? ¿Dónde lo conveniente?
14 de noviembre
Añado nuevos prodigios de la mascarilla. He comprobado que, tras ella, hablo ¡en inglés! a viva voz y sin el más mínimo rubor. Sin embargo, nadie atiende a mis reclamos. Será que no me entienden, pienso; luego descubro que tampoco yo me entiendo. En este país, con tantos idiomas propios, nos sobran los extranjeros.
9 de noviembre
Insisto en la libertad que la mascarilla ampara. Gracias a ella consigo verbalizar mis emociones ambulantes. Pienso en voz alta mientras paseo por la calle. A veces tengo que girar la cabeza en derredor para deducir cuantos me toman por un simple gilipollas. O verbalizar tranquiliza o cura en función de lo que sientan los parlantes y, sobre todo, de lo que sientan los oyentes.
2 de noviembre
Las mascarillas que ha impuesto la pandemia también se llaman tapabocas, pero se trata de una denominación demasiado literal. A mí las mascarillas o tapabocas me procuran cierta sensación de impunidad que favorece mi espontaneidad. De hecho, a veces, mientras paseo en soledad por una calle o un parque, digo en voz alta lo que me viene en gana acerca de la persona con la que me cruzo ya sea sobre su aspecto o comportamiento; porr usa la mascarilla de modo inadecuado o toser sin protección, o por llevar una ropa determinada o por sus prisas. Debo pensar que al tener mi boca a resguardo de la visión ajena, tampoco se me oye y, menos aún, se me escucha. O sea, que digo en voz alta lo en algunos casos ya he considerado motivo suficiente para que me partan la cara por culpa de la boca bien tapada.
27 de octubre
Con gafas de sol no se ve mejor, pero puedes observar con discreción ciertos detalles, de talles.
25 de octubre
He cambiado mucho de opinión. Y lo que me queda.
Lo bueno es que, a mí, me parece bien..
24 de octubre
Leo en la primera página del periódico a cinco columnas, de entrada: «Atasco global».
Más abajo, a cuatro columnas: «Pulso feroz…». Con ese preámbulo ya importa poco si viene a cuento de la reforma laboral o del Barça–Madrid que se juega por la tarde.
¿Este es el periodismo pospandemia? De ahora en adelante, con mascarilla.
2 de octubre
Imaginemos. Nueve mujeres, con una edad que supera los 50, con domicilio en, al menos, cinco localidades y cuatro comunidades autónomas diferentes deciden romper su monotonía y se organizan para pasar tres días, en compañía, lejos de casa. Buscan restaurantes, carteleras, museos y callejuelas recomendables para disfrutar de actividades ajenas a lo cotidiano. ¡Adiós a la rutina!
Con esos simples datos algunos encontrarán motivos de sospecha e incluso de alarma.
Añadamos algún dato más. Ocho de las mujeres enumeradas son cuñadas de la novena. Han preparado la escapada a conciencia y llegado el día, a medida que se va materializando el encuentro, en sus rostros asoma una expectativa que no parece de mero botellón.
¿Más motivos de sospecha o de alarma?
Estas cosas pasan y todavía no se ha hecho la película.
22 de septiembre
El diputado insultó a la diputada (la llamó “bruja”) y se armó un buen cisco en el Parlamento. El diputado fue desautorizado por la presidencia, que llegó a expulsarlo del hemiciclo y, ante la resistencia del deslenguado, a suspender la sesión por diez minutos. Reanudada la actividad parlamentaria, el descalificado, juez en excedencia y catedrático de Filosofía del Derecho, hizo un guiño lingüístico para seguir en el Pleno y el debate se trasladó a los medios de comunicación, una vez comprobado que el Parlamento no tenía remedio.
En esas andaba, cavilando, cuando recordé que, hace unos días, una niña de apenas tres años se enfadó mucho conmigo. No me gusta que me digas eso, dijo. Le había llamado “brujilla”.
¿El diminutivo me exonera? ¿Tranquiliza que la intención fuera distinta? ¿Aminora el cariño la gravedad del insulto? ¿Cabe el perdón si se cita a la bruja hermosa de José Agustín Goytisolo que cantara Paco Ibáñez?
Me parece que no era a ella a la que se refería el diputado.
19 de septiembre
Hoy se cumplen 75 años de esta fotografía. Sin ella no estaríamos aquí. ¿Cómo contarles lo que ellos no saben? Me lo pregunto casi a diario.
6 de septiembre
«Fantasdomia es un simbionte» –sombras vivientes, explicó mi informador, de nombre Diego–. Tomé nota.
4 de septiembre
A veces publico en este Lagar comentarios con los que no estoy muy de acuerdo.
Lo he hecho en ocasiones para mantener el hábito de la escritura en aquellos periodos en los que se seca el pensamiento o, como ya expliqué en alguna ocasión, por hacer dedos, que es algo que me pedía el profesor de piano en aquellos años casi prehistóricos: encadenar escalas, recorrer de manera más o menos armónica las teclas para estimular la agilidad de las manos tras un periodo de inactividad o cuando otros deberes obligaban a reducir el tiempo dedicado al instrumento.
Últimamente he encontrado otro motivo que da mayor sentido al ejercicio de escribir por hacer dedos. Redactar esos comentarios que empiezo a esbozar y que no alcanzan una meta plenamente coherente o razonada abre otras posibilidades: comprender la complejidad de los hechos a los que pretendo enfrentarme, atisbar senderos que no había previsto, advertir contradicciones que merece la pena conservar, ser la propia oposición de uno mismo.
Esto último me agrada e incluso da sentido al deseo que justifica la escritura: pensar. Sí, por eso escribo. Y por eso lo publico. Porque no estar de acuerdo con uno mismo tal vez sea la mejor manera de empezar entender a otros.
Ahora bien, sin exagerar.
31 de agosto
Dos meses después de la anterior larga ausencia regreso con un aniversario. Hace 38 años falleció mi padre. Le echo de menos. Y tengo la impresión de que, cada día, más. Voy a tratar de explicarlo. De explicármelo. Ya lo he intentado en ocasiones anteriores. Iré recuperando alguno de aquellos borradores.
A mi padre la jubilación le hurtó la coartada del trabajo para acallar sus errores. Su honestidad le impidió esquivarlos cuando descubrió su propio fracaso. Las contradicciones entre lo que buscó y lo que encontró le hicieron desear la muerte. Tardó tres o cuatro días en encontrarla. La última vez que hablé con él soñaba en un campo de batalla. En aquella agonía ganaba la guerra al tiempo que perdía la vida. Su vida misma.
30 de junio
Esta larga ausencia –cosas de la pandemia, del cansancio mental que genera, del aislamiento al que obliga– afecta a las meninges. La depresión transita a nuestro lado y hay momentos para reírse de la muerte.
En estos días he anotado algunos epitafios que podría recomendar a algún escéptico con ganas de cachondeo. Por ejemplo:
Lo siento, amigo: hasta pronto.
Este lugar que hoy visitas, será mañana tu hogar.
A no tardar, vecinos para siempre.
4 de mayo
Pronto cumpliré 34 años de residencia en Madrid. Esta es la comunidad en la que más tiempo he vivido. Sin embargo, no me siento madrileño; menos aún, cuando ser madrileño parece identificarte con los bares que sirven gallinejas o las proclamas que ofrecen libertad a la madrileña. Hoy, día de elecciones regionales, he vuelto a sentir algo que se viene repitiendo en fechas similares: ¿qué hago yo aquí con este papelito en las manos?
Temo que alguien me recrimine: ¡Somos de Madrid! Desde hace bastante tiempo este «somos», tan identitario y tan vasto (e incluso basto), me parece sencillamente repugnante. El somos que conjugo se limita a ámbitos muy reducidos. Acaso la familia, algún amigo, una broma…
Llegados a este punto suelo acudir al territorio de José Emilio Pacheco. Lo tituló Alta traición y decía: «No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / –y tres o cuatro ríos.
En mi caso, ni eso. Y esta noche, sospecho, mucho menos.
2 de mayo
El silencio explica a veces el estado de ánimo. En estos días la vacunación contra el virus alivia un poco; sobre todo, a la vista de la alegría que ese hecho produce en quienes me rodean. Animan, es verdad.
Sin embargo, en plena campaña electoral en la Comunidad de Madrid, la decepción se impone. Se extiende una sensación de fracaso generacional. No habíamos pensado en que podríamos caminar tan inequívoca y aceleradamente, y durante tanto tiempo, para atrás. La duda acecha: ¿Es posible, en esas circunstancias, advertir la profundidad del precipicio que nos aguarda?
6 de abril
Le llamaremos Gael.
31 de marzo
Ahora resulta que pertenezco a la generación sándwich. No sabía que mi adicción a ese bocata de importación, que en su formato más común incluye, aparte de pan falso, jamón de york y queso en lonchas, definiera a los nacidos en torno a los 45 ó 50 del siglo pasado. Los múltiples y variados ingredientes que caracterizan a los modernos entrepanes impiden identificaciones tan solventes como la que me invitan a asumir.
La razón de mi pertenencia a la generación sándwich es otra bien distinta, como explica el artículo periodístico que propone mi adscripción a esa progenie. A quienes no alcanzamos los 80 para ser vacunados por riguroso orden de antigüedad con los fármacos de Pfizer o La Moderna, pero tampoco estamos por debajo de los 65 para recibir las dosis de AstraZéneca hemos sido catalogados de esa guisa.
Y así, a quienes andamos entre esas franjas de edad con ansias de un pinchazo tranquilizador nos han colgado el sambenito de generación sándwich. No es justo; tampoco razonable. Más allá de algún degenerado con ínfulas de moderno, como yo mismo, mi generación ha sido fundamentalmente de bocadillo. Yo llegué a comer uno… de garbanzos. Los mismos que no quise ingerir en el almuerzo.
Entonces las vacunas eran otra cosa. Se sobrevivía, sobre todo, por voluntad propia.
25 de marzo
La mascarilla nos protege. Eso dicen y más vale no ponerlo en duda. Sin embargo, a veces podemos pensar que nos proteger de agentes o cuestiones ajenas al virus. Es verdad que la mascarilla esconde parte de nuestro rostro y que, gracias a ella, algunas personas nos identifican peor; podemos hacernos el longuis o, al menos, evitar algunas explicaciones. También es cierto que dificulta nuestra respiración, que nos agobia y que eso sirve de excusa para una tendencia cada vez más común al mal humor.
Esta mañana, buscando a una persona en un lugar donde nunca había estado, me introduje en un laberinto de pasadizos y pasillos ferroviarios, oscuros, sucios y abandonados, de los que no lograba salir. Protegido por la mascarilla bramé contra la desidia y el galimatías de naves y escondrijos.
Apenas me había cruzado con tres o cuatro personas, pero mis gritos debieron retumbar estentóreamente en el vacío. Debí dar por supuesto que solo los escuchaban mis adentros, que permanecían inadvertidos al otro lado de la mascarilla. SiN embargo, alguien giró la cabeza a la búsqueda de exaltado y vociferante ciudadano escondido tras su bozal.
Solo pude arrepentirme con efectos retroactivos. Y ponerme otra mascarilla para ocultar la parte del rostro al descubierto.
17 de marzo
D. está contento por haber recuperado el hábito de dictar a su madre los cuentos que va cociendo en su cabeza. Cuando acudo a la cita de los miércoles –la primera después de que cumpliera siete años– me lo comenta satisfecho y me ofrece la libreta con el último episodio de la saga del campesino y sus hermanos Ana y Lucas, y de sus hijos Sara y Diego. Trato de entender las zozobras y percances que le acontecen a los personajes y de descifrar los misterios que encierra la máquina del tiempo, que para ir al pasado es una especie de fotomatón en el que se detienen la acción y el pensamiento, pero que para dirigirse al futuro avanza a velocidades aeroespaciales. No todo es fácil de entender y, por ello, busco respuestas desde una lógica más senil que cartesiana. Llevo cerca de una hora haciéndole preguntas y el narrador empieza a dudar de mis entendederas.
– Voy a tener que hacer un spoiler para que lo comprendas.
Me quedo a cuadros. Avanzó hasta el capítulo tres para que su abuelo comprendiera lo que se había iniciado en el dos. Pero ya no importaba si lo entendía o no. Solo quedaba el eco: spoiler, spoiler, spoiler…
14 de marzo
Apenas asoma su luz, desaparecen. Cada vez las veo con mayor frecuencia y rapidez. Parecen deslumbrar, pero tan solo son un fulgor que huye veloz de mi memoria. Cada vez las veo con mayor frecuencia. Luces fugaces. Surgen repentinas, huyen aceleradas, se olvidan.
4 de marzo
Uno de cada tres ciudadanos españoles ha admitido haber llorado por la pandemia. Lo asegura una encuesta de salud mental del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). No sé cómo ando de salud mental, pero me reconozco en el tercio llorón y reincidente. En los últimos días, me afectan sobremanera los ancianos, los reencuentros con sus familiares, las ausencias a que se han visto obligados. Y no sé si mi solidaridad lacrimógena tiene que ver con la fragilidad que percibo en los mayores o con que soy yo el mayor.
3 de marzo
Mi madre solía zanjar algunas discusiones conmigo con una frase: “Eres el espíritu de la contradicción”. A veces he recurrido a esa definición para entenderme. En parte, porque se suele aceptar que nadie conoce mejor que una madre al hijo que ella parió, aunque parezca más exacto decir que nadie lo conoce antes.
Esta mañana escuché que a alguien le preguntaban si era ordenada o desordenada. ¿Y yo? Ordenado y precipitado. De ahí el conflicto entre la lógica y el exabrupto. La primera reclama orden, la segunda expresa su fracaso. O sea, las dos hablan de lo que decía mi madre.
28 de febrero
Alguna vez he explicado que escribo por dos motivos: el primero, por hacer dedos: el segundo, por dudar de lo que oigo o veo.
Hacer dedos me lo enseñaron cuando, siendo niño, quería aprender a tocar el piano; era la manera de conseguir agilidad y ritmo para surcar el teclado, un ejercicio sin exigencias melódicas, solo atento a la ductilidad que necesitan las manos para trasladar la emoción que alienta el cerebro. Luego, hacer dedos se convirtió en una rutina imprescindible para, llegado el momento, narrar algo digno de ser leído, asunto mayor, como el de componer una sonata o escribir una novela.
Lo de dudar es diferente. Cada día, leo, escucho, reflexiono. Algunos días creo tener alguna opinión propia. Al trasladarla al texto compruebo que, cuanto más compleja es la cuestión, más evidentes se hacen las dudas que provoca la escritura. Dudar se convierte así en un ejercicio saludable.
Debo reconocer que hay un tercer motivo. Los dos primeros me recuerdan que no se debe molestar a los viejos conocidos con lo que apenas alcanza el nivel de unos ejercicios de entrenamiento. Yo también he tenido algún vecino que repetía con su guitarra, con una insistencia insoportable, acordes en sol menor o en re mayor o que hacía escalas infinitas en el piano, y también he sufrido la impertinencia de quienes te pasan unas líneas como si se tratara de una de las Críticas kantianas. Por eso siento pudor cuando reenvío a través las redes lo que solo escribía para dejar constancia en mi blog de tener algo pendiente o, tan solo, de no estar muerto.
Cuando alguien responde a mi osadía con un cariño que me sobrepasa, enrojezco. Y lo agradezco. Sentir la generosidad de personas a las que quiero… ese es el tercer motivo. Aunque, más que buscarlo, lo encuentro. Gracias.
26 de febrero
Febrero cayendo está. Otro día con noticias Reales. El mal olor se convierte en rutina. Ya no tenemos que taparnos la nariz apretando el pulgar y el índice sobre los orificios nasales, como hacíamos antes. Ahora con la mascarilla vamos a cualquier parte sin percibir el hedor. También influye la costumbre.
21 de febrero
Luis Landero asegura que los mejores viajes son los imaginados. Recuerdo alguno de los que he hecho y se me antojan estupendos. Sin embargo, ratifico la aseveración del escritor, porque esas excursiones tan formidables son fruto también de la recreación que construye ineludiblemente la memoria. Algo de eso ocurre asímismo con los amores. Para bien o para mal.
15 de febrero
Desde hace ya varios años cada mañana tomo una pastilla para aplacar la hipertensión. Hoy, al abrir una caja nueva, he leído algo en lo que no había reparado: CON RECETA MÉDICA POR VÍA ORAL. Me asaltó una duda: y si no tengo receta médica, ¿cómo lo hago? ¿Por vía intramuscular, aérea, venérea? La inquietud acelera mis pulsaciones. Envío un tuit de auxilio. La respuesta es inmediata: “Por el culo”. Ya sabía yo que la redes provocan más tensión que soluciones. Pienso… Si el raudo tuitero me hubiera aconsejado escuetamente la vía rectal, ¿debería haberle dado las gracias?
13 de febrero
Leo El huerto de Emerson, de Luis Landero: “Cuando uno empieza a tachar es que la cosa marcha, hay un rumbo, hay un criterio, y no digamos si luego te atascas y no sabes qué hacer, no se te ocurre nada, sufres, te obsesionas, estás a punto ya de abandonar, pero tu tozudez te anima a persistir y a seguir empujando la piedra monte arriba”.
Recuerdo a Camilo José Cela. Quizás ya lo haya contado alguna vez. Apenas superaba la veintena (no son lo mismo los 20 años que los años veinte) cuando el director del periódico en el que había empezado a trabajar poco tiempo antes me encomendó entrevistar al que luego sería Premio Nobel. Acudí con un encargo concreto: que Cela hablara de los tacos, porque acababa de publicar algo relacionado con ellos que he olvidado. No pronunció ni uno hasta que apagué el magnetofón. A partir de ahí, se desató; sobre todo, cuando le sugerí que saliera al claustro del espléndido edificio universitario donde se alojaba para hacerle una fotografía.
– Sí, hombre, sí. En bata y en calzoncillos.
– No se van a ver, don Camilo.
Todos los tacos atascados en su intestino salieron de su boca con estrépito. Aún así, salió y se hizo la foto. De vuelta al habitáculo traté de plantearle algo más personal.
– ¿Cómo se consigue, don Camilo, la naturalidad en la escritura?
Respondió con un trueno:
– «Tachando, hijo; tachando».
No lo olvidé. Para empezar, aquella regla fundamental para una escritura fluida ahuyentó un complejo de inferioridad que me atenazaba cada vez que veía a alguno de los colegas produciendo folios en cadena mientras yo ejercía de una especie de Sísifo escribano. Superado el trauma, me convertí en un profesional de la tachadura, aunque sin pasar de eso. Desde entonces, al menos, tachar ya no me estresa.
A partir de ahora me va a reconfortar no solo porque sea costumbre en Luis Landero –en cualquier caso, más cercano y menos estruendoso que Cela en calzoncillos– sino, sobre todo, porque, si tachas, la cosa marcha.
10 de febrero
D. me cuenta cómo hace un par de días un coche chocó contra el que conducía su padre –en el que él mismo viajaba–, cómo sintió que iban a volcar y cómo en aquellas circunstancias tuvo tiempo de enamorarse de la niña que viajaba en el vehículo descontrolado, mientras, incomprensiblemente, los conductores rellenaban papelitos y papelitos, con el susto aún en carne viva. Luego, me relató mil peripecias y, cuando trataba de explicarle que en caso de incendio en el monte la primera tarea consiste en perimetrar la zona del fuego para evitar su expansión, me corrigió con una exclamación inapelable:
– ¡No! Lo primero es salvar vidas.
Más tarde, no se sabe cómo, llegamos a debatir sobre qué sería más peligroso: si un tornado actuando a su libre albedrío o dirigido por un jefe. Se detuvo un momento:
– Depende.
¿De qué?
– De si el jefe es bueno o malo.
No hay más preguntas, señoría.
2 de febrero
Este Lagar ha cambiado de aspecto. Fernan se ha erigido en locomotora y en esos casos solo rige un verbo que el conjuga como irregular: yo me empeño, tú te despeñas, él… ya veremos. Sin embargo, no lo he dudado. Esta vida que llevamos desde hace un año se antoja tan cansina, tan repetitiva, tan deprimente que a la locura solo se la puede combatir –vencer está aún muy lejos– con arrebatos. Sin épica ni misticismo. Solo lúdicos. Unas veces lúcidos y otras, lucidos. ¿A dónde el camino irá? La tarde cayendo está.
31 de enero
Ando un poco atascado y otro poco nostálgico. Y de pronto se me ocurre que hace un año, por lo menos, que no veo a… Y me parece que la lista va a ser muy, muy larga. ¡Qué tiempos!
29 de enero
¿Cuándo empieza la vejez? Me lo pregunto agobiado por el coronavirus, por un año de incomunicación, por un cierto sentimiento de apatía. Intento una respuesta:
Quizás cuando empiezas a sentirte amortizado o, tal vez, cuando empiezas a saberte prescindible. Estás ahí. No eres necesario. Mejor, no molestes. Avanzando por ese camino, acabarás por concluir… que sobras. Y la vejez habrá quedado atrás.
28 de enero
El correo electrónico me advierte de que está al borde de la saturación o del colapso. Urge encontrar una solución, porque ahí se guardan algunos asideros de la memoria propia: datos, comentarios, impresiones que permiten poner en pie olvidos cada vez más abundantes. Cuando los recuerdos empiezan a perderse o se emborronan, las notas del pasado se transforman en cartas de navegación imprescindibles para poder surcar las olas de otro tiempo. En plena faena recordatoria, mientras trataba de poner orden para facilitar la búsqueda en previsión de tiempos aún peores, he dado con algunos vídeos. Me he atrancado en Esperanza Labrador. Cuarenta años después de haberla conocido me sigue emocionando: su valor, su risa, su dignidad y, sobre todo, su esperanza.
23 de enero
La última medida contra la pandemia de la Covid19 consiste en que las reuniones podrán acoger a un máximo de cuatro personas. Me retrotraigo a mi infancia: solo los hermanos y mis padres ya éramos 13. ¿Tendríamos que repartirnos en cuatro lugares distintos e incomunicados? No le veo solución. ¿Qué habría ocurrido si el virus este hubiera aparecido hace 50 años? El problema no está en el pasado, sino en mañana mismo.
18 de enero
El servidor donde está alojada esta web avisa de que mi correo electrónico se encuentra completamente saturado, que debo borrar archivos, documentos, adjuntos, lo que sea, para poder seguir funcionando. Lo hice en otras ocasiones, pero ahora no consigo pasar a lugar seguro esas huellas del pasado; o sea, trasladarlas a otro lugar en el que encapsular la memoria; un disco duro, o algo así. He empezado por borrar lo redundante, lo inútil, desde lo más antiguo que aún permanece almacenado en ese archivo original de uso diario. Me tengo que retrotraer a los inicios del 2016. Me pongo a ello. Al poco, encuentro la primera carta en la que Javi anunciaba su despedida. Luego vienen otra y otra y otra… He renunciado a seguir en el empeño de borrar lo inútil, porque eso me obliga a tropezar cada dos por tres en lo más importante y doloroso, en la pena de lo que no quiero revivir, de un adiós que, sin ser el primero, ni siquiera el último, cuatro años después acongoja. Hemos perdido tantas cosas por las que merecía la pena vivir… El correo, como la memoria, presta menos atención a aquellas otras por las que merece la pena sonreír. ¿Consuela?
14 de enero
Somos tan conscientes de la irrefutable verdad de la muerte, nuestra finitud, que con frecuencia decidimos acelerarla con los propios actos. A fin de cuentas, frente a la infinitud del universo, solo se trata, en palabras de Machado, de un poco más, algo menos. ¿Cuestión de medida?
Llegamos a la vida sin quererlo, hijos de la casualidad, y nos vamos, muchas veces, sin haberla merecido, que debiera ser lo mismo que haberla disfrutado.
13 de enero
Agarradito a las barandillas, a la pared, a los coches e incluso al brazo de alguna señora que se ofreció desinteresadamente… De esta guisa he ido esta mañana al polo norte a comprar pan… Lo más sorprendente: he vuelto. ¡Entero!
A este fenómeno lo llaman Filomena, porque se trata de algo filomenal.
12 de enero
En el fin de año, recluido, voluntariamente incomunicado, tuve un momento llorón. Lo compartí con un amigo. Quise pensar que se trataba de una situación pasajera. Los primeros días del año nuevo lo desmienten radicalmente. Por eso recupero aquellas notas del 31 de diciembre.
«Hoy tengo la sensación de que este ha sido un año de pérdidas. En otras ocasiones, este día también nos traía el eco de alguna ausencia, pero acompañada siempre de la esperanza de un tiempo nuevo que nos haría superar las pequeñas o graves desgracias. Nos deseábamos un tiempo mejor y eso nos animaba. Esta vez el eco es un estruendo que esconde el grito de la esperanza que necesitamos. Por eso, tal vez, vivo estos días con cierta sensación de derrota, de desconfianza y, a ratos, de despedida… Tras habernos robado el mes de abril y los siguientes, nos han hurtado los holas y los adioses, y, sobre todo, los hasta luego… Por eso anima tanto saber que hay palabras y presencias que invitan a recuperar lo perdido y a creer que volveremos a juntarnos y a reírnos, porque las ganas de abrazarnos no se han ido. Y eso en estos tiempos nos permite disfrutar de que vivimos. Tenemos pendientes todos los besos que no dimos. Fin del llanto».
Nos quedan más de 350 días para rectificar. ¿Será posible?
10 de enero
No todos los weberos son webones. Ni viceversa.
9 de enero
Bajo los efectos de Filomena. No se nos va a olvidar el nombre ni la etimología.
A mi, solo un hombre, la nevada me trae recuerdos de cinco años atrás: el último viaje a Granara, el principio de un fin a plazo fijo, la emoción y la belleza del preludio de una despedida.
7 de enero
De un tiempo a esta parte, cada año por estas fechas aterriza en casa un nuevo aparato de cocina. Aparte del problema que supone decidir el lugar donde ubicarlo, por falta material de espacio, el regalo me obliga a abandonar cualquier otra tarea para aplicarme al libro de instrucciones y a encontrar las recetas que habré de ejecutar en los días siguientes. Por gratitud, fundamentalmente. Luego, hay veces en que le encuentro el gusto al artefacto y ya no se lo tiraría a la cabeza del donante. Esta es otra razón para aplicarme: la de aplacarme.
6 de enero
Día de Reyes. No faltan regalos, aunque tenga que descubrirlos con el vaho que provocan el frío y las mascarillas. Aún así reímos por el carácter pedagógico de algunos presentes. Pasado el jolgorio, al anochecer, advertimos que los adeptos de Trump han tomado por la fuerza el Capitolio, arguyendo que los electores han robado la presidencia al aspirante a sátrapa. Parece una contradicción, pero los asaltantes la ignoran. Aunque en estos asuntos no caben muchas bromas, si ellos tuvieran Reyes, ¿pasarían estas cosas? Tal vez, no; o sí. A fin de cuentas, la monarquía ya es, en sí misma, una anomalía democrática. ¿Nos habrán sentado mal la fiesta o las mascarillas?
5 de enero
Desconocía el remake de Eduardo Mendoza titulado Las barbas del profeta. Lo he encontrado por casualidad, pero lo he devorado sin pausa. He revivido la infancia, y más, y he reído. Algún día hablaré de La Historia Sagrada con D. A él le interesan estas cosas, pero no sé si, tan pequeño, va a disfrutar de la ironía. Así que he decidido regalárselo a su padre. Doblemente útil.
4 de enero
Las contradicciones son el espacio natural del ser humano. El mío, especialmente. Ratifico lo que escribe mi más que colega Juan Alberto Entizne sobre Medios de comunicación: ¿de qué hablamos? y, aún así, sigo pensando que aún cabe un ejercicio decente del periodismo. Lo compruebo cada día, aunque, para ello, haya tenido que apartar la mirada de numerosos medios y todas las redes. Se puede practicar el periodismo de manera decente siempre que no se pierda de vista el riesgo extremo que hemos asumido. Otra contradicción, mucho más grave que las que solo son de incumbencia.
3 de enero
“Que otros se jacten de las páginas que he escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. Lo decía Borges y lo comparto. Pero siento que a mí me asiste más la razón que al bonaerense. Porque yo no soy Borges.
2 de enero
Hubo unos años en los que este día era el de mi santo. Nunca se celebró. En casa no había fechas para tantos festejos familiares. Pese a ello y al tiempo transcurrido, todos los 2 de enero recibía una llamada telefónica que insistía en felicitarme. Hace ya tres años que no la recibo. Hoy he recibido otra, la de la persona que ha decidido ejercer de albacea de mi único felicitador. Con él discutía una y otra vez sobre la celebración e incluso sobre el cambio del santoral que había dejado al dulce nombre de Jesús en una fiesta movible. A ella, sin embargo, le he agradecido la llamada. Traía otro mensaje.
1 de enero
Las calles vacías y limpias. Parece otro día. Solo encuentro una cola: a la puerta de la churrrería. Formamos en fila india. Los que salen acarrean bolsas de familia numerosa. ¿Las hay todavía? En el exterior, algunos fuman sin recato ni descanso. El ritmo se hace lento y tenso. Quedan 365 días por delante, pero no es esa la cuenta atrás que ahora importa. Nos miramos pensando en otras cosas. Y hay un punto de reproche en las miradas.
Me despido de 2020 con dos lecturas: La sobriedad del galápago», un cuento entrelazado de Sara Mesa con ilustraciones de Mimi González que publicó la Diputación de Badajoz en 2008, y una recopilación de artículos periodísticos (si por tal se entiende los que se han publicado en un periódico, en este caso El Mundo) de Fernando Aramburu, titulado Utilidad de las desgracias (Tusquets 2020). El primero me llama la atención por su estructura y la combinación de lo cotidiano y lo sorprendente, tras lo que intuyo la sombra de Borges. El segundo, por el ingenio que cabe en una colaboración a fecha fija: el del autor. Me han entretenido ambos y, sobre todo, en algunos pasajes del de Aramburu, he disfrutado. Sara Mesa estaba entonces lejos de Un amor, su Gordo de 2020.
El Diario 2020 puede verse aquí.