Diario 2023

10 de octubre

Hace 32 años se celebró en Madrid la Conferencia Internacional sobre Oriente Medio, convocada por los máximos dirigentes internacionales del momento con el objetivo de iniciar un proceso destinado a sofocar el polvorín de Oriente Próximo, reconociendo la legitimidad de Israel a un territorio propio y, también, el derecho de los palestinos a un lugar autónomo y seguro. Aquella cumbre fue mi primer gran reto como jefe de la Sección Internacional de los Informativos de la Cadena SER. Uno de esos acontecimientos que sacuden cualquier tipo de rutinas en el ejercicio periodístico. En aquel equipo de periodistas estuvieron Paco Medina, José Manuel Calvo, Juan Pedro Valentín, Miguel Ángel Mucientes, Rafa Manzano y, por supuesto, en cabeza de todo, el director de informativos, Luis Fernández. La mirada sobre aquel acontecimiento pone hoy de manifiesto hasta qué punto hemos perdido el tiempo y cómo hemos conseguido que la situación en aquella zona esté hoy aún peor que entonces… Con tantos anclajes religiosos en el fondo del conflicto queda claro que el problema no lo resuelve ni Dios; y que no solo no lo resuelve sino que lo agrava.

12 de septiembre

Hace 50 años. Lo ocurrido el 11 de septiembre en Chile lo supe en Salamanca al día siguiente. Cosas del cambio horario. El repartidor dejó debajo de la puerta del piso donde vivía con mi hermano mayor el periódico en que se decía que Salvador Allende había muerto, derrocado bajo los escombros del bombardeado Palacio de la Moneda por el ejército chileno.

Aquella noche también había dormido en nuestra casa Juan Antonio. Corrí a decírselo. Me choqué con él a mitad del pasillo que recorría las habitaciones de aquel piso. Solo pude mostrarle la portada de El Adelanto. Nos miramos.  Estábamos en 1973 y aquel hecho presagiaba otras, muchas, noticias peores. Para los chilenos, por supuesto; y también para quienes tratábamos de encontrar linternas que alumbraran nuestro propio camino.

Ni Juan Antonio ni yo olvidamos aquel momento sin palabras.

Fue el asesinato de una esperanza. Y luego supimos que fue también el suicidio de un hombre digno que alentaba grandes ilusiones más allá de su propio territorio.

El día después apareció el dictador que asumía la asonada. Para introducir las últimas noticias que llegaban de Chile, huyendo de la censura, recurrí al título de una novela emblemática del Miguel Ángel Asturias, premio nobel (y por tanto inobjetable): Pinochet, “señor presidente”. Insinuaciones en lugar de afirmaciones. Era el periodismo de la época. El titular, destacado en la primera página del diario, lo entendimos Juan Antonio, yo y algún colega, aparte del director del periódico. Todos, por supuesto, en absoluto silencio.

(…)

Al cabo de los años estuve en Santiago de Chile. En el reconstruido Palacio de la Moneda y en el Parlamento. Me hicieron hablar, en mi condición de los informativos de Antena3, ante unos cuantos periodistas y diplomáticos sobre la gobernabilidad en los países iberoamericanos  El acto preludiaba una Cumbre Iberoamericana. Conocedor de mi ignorancia, traté de legitimarme sentimentalmente. Mi presencia solo tenía un sentido. Eché mano de Pablo Milanés para explicar mi compromiso: “Yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada / y en una hermosa plaza liberada / me detendré a llorar por los ausentes”. No pude evitar la emoción. La mía. Solitaria, tuve la impresión.

Hoy, 50 años después, aquella Unidad Popular aún evoca una esperanza. Una de las que generaron expectativas ilusionantes entre tantas otras, fracasadas; o sea, entre todas.

31 de agosto

Cuando murió tenía 63 años. Hoy hace 40 de aquella fecha. He recordado muchas veces su última madrugada. La pasé junto a él, en la habitación del hospital de Los Montalvo, en Salamanca.

Entrada la noche, mientras él dormía profundamente, se presentó intempestivamente en la habitación un cura con sotana negra y estola morada. Ni siquiera llamó a la puerta. Irrumpió.

– Vengo a darle la extremaunción.

– ¿Le llamó alguien?, pregunté.

– No. Está muy enfermo.

– Entonces, márchese. Le bastaría verle aquí para querer morir.

Volvimos a quedarnos solos. Durmió hasta el amanecer. De repente, me reclamó:

– ¡Están ahí! ¡Están ahí!

– ¿Quiénes?

– ¡Están ahí! Y han empezado a disparar. ¡Míralos! Han hecho una trinchera. ¿Oyes los disparos? ¡Escóndete!

La religión y la guerra. Su última noche y dos razones para morir. Dos losas excesivas. El deber contra la felicidad.

Su ausencia me obligó a quererle mucho más de lo que le pensé aquella noche.

24 de julio

Los resultados electorales parecen haberme dado una prórroga. Unas nuevas elecciones esperan a la vuelta de la esquina. El debate público, sin embargo, seguirá presagiando broncas acaloradas y ahí no existen máquinas de aire acondicionado.

23 de julio

Después de lo vivido, una confesión en el quicio de una época desquiciada:

Termina la campaña electoral. La siento como la definitiva. No puedo asegurar que acuda a la siguiente convocatoria y ese temor me deprime, no tanto por lo que pueda sucederme como por lo que acontecerá a quienes sobrevivan a este periodo. Crecí con la esperanza de legar un mundo algo más justo que aquel en el que nací, pero, al cabo de tanto tiempo, cada vez que hemos creído avanzar en esa dirección, ha seguido un retroceso. Esta vez, no sé por qué, quizás por la inminencia de un balance sin posibles correcciones, tengo una profunda sensación de derrota. Y en consecuencia, de fracaso vital.

No necesito un psicólogo. La terapia solo requiere creer que, pasado este trance deprimente, el futuro estará en otras manos. Decídmelo, gritádmelo. Por si acaso, enterradme con los audífonos puestos.

(Este texto lo escribí para cerrar la Cuenta atrás que conducía a las elecciones del 23 de Julio. Trataba de cerrar con ironía un periodo que parecía anunciar un fracaso de la sociedad española. Pudiera ser el último vivido por el suscribiente. Y tal vez por otros que prefieren no pensarlo ni penarlo).

18 de julio

¡Qué fecha! ¡En estos tiempos! Los ruidos cotidianos parecen ecos.

12 de julio

Ha muerto Milan Kundera. La insoportable levedad del ser dejó huella en mi memoria y en mis sentimientos. Recuerdo también la caricatura implícita en La broma yotra obra con pretensiones mayores como El libro de la risa y el olvido, La vida está en otra parte o La inmortalidad.

Sin embargo, al conocer la noticia de su muerte, he recordado una anécdota. Debió ocurrir en 1991, tras la salida del territorio checo de las tropas rusas que trataron de someter la ilusión que despertó en su momento La primavera de Praga y que se materializó años después en la Revolución de Terciopelo. En TVE me encargaron un reportaje sobre aquel momento trascendental. Redacté el guion y grabé el texto. Luego, supervisaba el montaje de imágenes que realizaba un técnico en una cabina. El proceso era lento y reiterativo. La voz se repetía incesantemente para ir introduciendo las imágenes más adecuadas. En un momento apareció un periodista, harto conocido como reportero de guerra, esperando su turno en la primera cabina que quedara libre. La impaciencia le obligaba a caminar cada vez con mayor prisa. El texto sobre Praga avanzaba lentamente. El reportero de guerra bufaba. Hasta que no pudo más:

– ¿Quién ha escrito esa tontería?

No levanté la cabeza. Solo respondí:

– Un tal Kundera. ¿Te suena?

El bufante desapareció. Y mi admiración por Milan Kundera se acrecentó. Hasta hoy mismo.

10 de mayo

Me he hecho asiduo cliente de un supermercado. A veces discuto con familiares y amigos sobre las razones de mi fidelidad a algo tan poco emocional.

A las puertas del súper encuentro cada día y a cualquier hora a un hombre mayor amarrado a su acordeón y sentado en una silla de enea. La melodía que emite su instrumento resulta en aquel espacio entre anacrónica y sorprendente.

La gente acude con sus bolsas vacías y sale con sus bolsas repletas, pero casi nadie presta atención al acordeonista. Muy pocos le dejan alguna moneda.

Me ha dado por pensar, y hasta creer, que el acordeonista interpreta su música para mí, para que no me olvide, más allá de lo que consumo, de lo verdaderamente importante. De hecho, alguna vez que le he sorprendido en compañía o deambulando en torno a su silla, al verme –así lo he percibido– ha corrido a sentarse, a acomodar su instrumento y a iniciar los acordes de su reivindicación permanente.

O bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao.
Una mattina mi sono alzato.
E ho trovato l’invasor.

O partigiano portami via.
O bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao.
O partigiano portami via.
Che mi sento di morir.

Esa es la sinrazón que explica mi adición al supermercado. Solo por verle. No me atrevo a proponer que al acordeonista le asignen un sueldo y le ahorren el recurso a la limosna. Un partisano no merece ese desprecio, sino respeto. Y fidelidad a su empeño.

28 de abril

Aunque apenas conversaba con ella los fines de semana y a que lo hacía, a lo sumo, para darle los buenos días y el adiós que la mera educación impone, he sentido su despedida. Me la anunció hace unos días: “Tengo que decirte que cierro”. Solo pude responderle: “Es una mala noticia para mí. Y supongo que, aún más, para ti”. Siguió: “El próximo miércoles será el último día. Dejo de vender los periódicos. Ya no puedo aguantar más”.

Ha sido mi primer saludo, sábados y domingos, durante casi treinta años. Sus vacaciones trastornaban mis rutinas. Su decisión, ahora, alteran definitivamente la costumbre. ¿Necesitaré el coche para recoger el periódico? ¿Renegaré, como ya he hecho de lunes a viernes, del papel?  ¿Asumiré la pérdida del crucigrama que recortaba para mi madre y que, después de su muerte, seguí almacenando sin objeto alguno? ¿Asumiré que, tal vez, el periódico ha dejado de ser lo que era? ¿Habrá vida, en fin, después de mi quiosquera?

15 de marzo

Ando en otros asuntos y el diario se queda en el cajón de lo aplazable. Quizás porque no sea importante. Ni para quienes quieran seguirlo ni para mí, que soy tal vez el único que lo sigue y el único al que supuestamente le importa. O sea, que se convierte en una obligación más que en algo con sentido. Lo peor ocurre cuando esa situación afecta a la vida: tener más de obligación que de sentido.

El pesimismo no arregla nada, pero a veces entretiene.

24 de febrero

Cada día tiene su afán. A veces ese afán se convierte en obsesión. Me pasa con frecuencia. Me obceco con asiduidad y frecuencia en el último asunto que me cae entre manos. No encuentro el sosiego de mirar hacia otros lados. Lo peor no es eso, sino el vacío de las treguas inevitables por motivos ajenos a la propia obsesión.

8 de febrero

En casa somos muy fans de Solans de Cabra. Cada vez que terminamos la botella, la rellenamos con agua del grifo. Las visitan disfrutan del sabor y nosotros del precio.

27 de enero

El periódico afirmaba ayer que en los últimos dos años han muerto 600.000 personas en Etiopía. Hoy eligen a una niña etíope y española para hacer un anuncio de Master Card en Atenas. ¡Qué tristeza, qué alegría! ¡Qué sentimientos tan contradictorios! ¡Cuántos a la vez y tan profundos! ¡Qué tiempos! ¡Qué mundo! ¡Qué vida, con nombres y apellidos!

25 de enero

Llevo unos días recuperando la actividad del Lagar de ideas que acoge a este Diario. Unas veces me dejo llevar por lo inmediato. Otras trato de dar vueltas a las dudas que  alimentan los hechos cotidianos. Casi siempre encuentro invitaciones de otros, más sabios, a poner lo sabido bajo sospecha. No es el peor de los entretenimientos.

20 de enero

2022 se despidió acumulando ausencias. Las primeras semanas de 2023 reiteran esa sensación de despedidas. Los días se hacen largos. Algunas lecturas acortan la espera. Distraen. Consuelan.

5 de enero

Indigestión informativa. Como cada año, estoy de los Magos hasta el moño. De los reyes, ni te cuento.

3 de enero

“Los Reyes Magos nos conceden el privilegio anual de mirar a los niños un rato y comprobar que no han metido a ningún alienígena en casa”. La conclusión de Sergio del Molino adolece de rigor: él no conoce a Diego.

2 de enero

Hace ya seis años que  en este día nadie me felicita por mi santo.

No importaba que cada año yo le repitiera que la Iglesia había convertido en fiesta movible la celebración del dulce nombre de Jesús, trasladándola al primer domingo del año. Pero él no desistía. Solo él resistió a las veleidades eclesiásticas. Todos los demás, familiares o allegados –incluida mi madre, que durante algún tiempo se adaptó a los vaivenes litúrgicos–, ignoraron la celebración. Incluso yo mismo.

Desde hace seis años, qué paradoja, me queda el recuerdo del insistente y terco José Luis.

1 de enero

Año nuevo con viejos deseos: levantarnos cada día convencidos de que puede ser un gran día (aun sin Serrat), tener motivos cada tarde para estar razonablemente satisfechos y encontrar algún ratito para ver a quienes queremos. Sea.

Este primer día no quiere ser índice de nada. Queda la resaca (cansancio puro) de la Cena fin 2022: la vigesimoquinta edición efectiva de una tradición solo interrumpida por el año de la Covid19. Esta es la gran celebración de cada año.

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