
Día 6. Encuestas
En el año 2000 Antena3 decidió hacer un programa electoral diferente a los que se habían realizando hasta entonces. Me encargaron el diseño y me divertí organizando y coordinando un trabajo colectivo formidable. A la información puntual del recuento, se añadía una mesa de análisis (entonces no había tertulias en la tele y, menos aún, broncas políticas) y un tercer set en el que se alternaban las opiniones de cincuenta personas representativas de muy diversos sectores sociales (parecido a lo que luego se hizo en Tengo una pregunta para usted) y conexiones con lugares singulares (un faro, una comunidad religiosa, una residencia de ancianos, un retén de bomberos, etc.) donde se contrastaban las expectativas personales y profesionales con los datos que el escrutinio iba arrojando.
En aquel momento los estudios a pie de urna que hacían tanto las televisiones públicas como las privadas costaban en torno a 80 millones de pesetas. Antena3 optó por dedicar ese presupuesto a su despliegue de contenidos, pero, como la encuesta resultaba imprescindible, acordó con Sigma2 un muestreo que costó 4,5 millones de pesetas además de otras 500.000 destinadas al sociólogo Julián Santamaría, hombre de prestigio en ese ámbito, al que la cadena le había encomendado la supervisión del trabajo de la empresa demoscópica.
Los resultados ofrecidos por Antena3 no difirieron mucho de los restantes, por supuesto, y el programa atrajo a una audiencia muy numerosa, que compitió estrechamente e incluso superó a la entonces imbatible TVE. ¡Qué tiempos!
Ya entonces se veía que las encuestas eran un camelo. Podían costar cien millones o cinco y ofrecían los mismos resultados. Pero nadie se atrevía a abrir el programa sin ellas. Servían para ocupar un tiempo vacío de información mediante una suposición o, mejor, una falacia. A través de ella se generaban unas expectativas decisivas para el análisis del resultado final y para fijar el estado de ánimo de la noche electoral.
Cuatro años después Informativos Telecinco me encargó el diseño del programa electoral. Reincidí, con algunos cambios significativos, en la experiencia que ya había probado. No fue posible evitar las encuestas, aunque, en esta ocasión, copiadas (o pirateadas) a la competencia. El programa no encontró ni el respaldo de la audiencia ni la satisfacción de quienes lo ejecutaron. tuve la oportunidad de desempatar. Y nunca conseguí, ni nadie ha conseguido, prescindir de las encuestas, aun a sabiendas de que son un camelo para ocupar el tiempo hasta que llegan los primeros resultados fiables.
Día 4. Revisión
Me agobia por días este diario. Tal vez me equivoqué cuando quise dotarlo de un trasfondo personal que resultara explícito para el lector. Quizás ahí radique el problema, en ese afán de explicitud, de que el lector reconozca los relatos como algo estrictamente personal, aunque ajeno al exhibicionismo de la intimidad, tan mediático y tan repugnante.
Comprendí el error hace varios meses, los mismos en que en el dietario se ha mantenido en esa dirección. Hoy me lo ratifica una reflexión de Javier Cercas, en la que cita de memoria a Gabriel Zaid: “el gran problema cultural de nuestro tiempo no lo provoca la gente que no sabe leer ni escribir, sino la que no quiere leer y no para de escribir”.
El temor a incrementar la lista de este último grupo, tan amplio como poco selecto, ha paralizado algunas iniciativas, aunque debo reconocer que más de una vez he publicado dignos de haber concluido en la papelera. No hay disculpas, porque en este tiempo esa decisión ocupa apenas un par de clics. Sin embargo, han servido para explicitar lo que tantas veces he tratado de ocultar, la propia estupidez. En este afán tropezamos muchos.
Con esas cábalas concluyo que este diario debe responder a sus objetivos, sin la exigencia de explicitar que lo que se escribe tenga que ver con uno mismo. Ese compromiso me corresponde en exclusiva. El lector deberá decidir si es periodismo o literatura, si mienten los datos o su relato, si la reflexión es juego o digestión, si le importa o me manda al carajo.
Estará en su derecho. Y yo en el mío.
