La autoridad competente en Cataluña abolió las corridas de toros, pero mantuvo la autorización de los bous al carrer y convocó, para completar el cuadro animalista, una charlotada.
Habían declarado la independencia a hurtadillas, de tapadillo, sin mencionarla e incluso negándola. El President había afirmado que su decisión definitiva fue la contraria a la que deseaba adoptar. Rehusaron la aprobación del preámbulo declaratorio de la ley invalidada para limitarla a la parte dispositiva, pese a que esta carecía de sentido sin el texto que, en lugar de aprobarlo, se leyó.
Mucho ruido, un descanso sabático, alguna tocata y fuga tuitera con explicaciones alucinadas…
¿Cómo explicar a quienes creyeron que la república catalana iba en serio que sus dirigentes perdieran el culo para ponerse a salvo? ¿Cómo explicar que abogados penalistas supervisaran las decisiones más graves y que estas se adoptaran en función de las posibles sanciones legales? ¿Qué importaba más: la república o el trasero? ¿O tal vez todo era una mierda?
Si sabían que su actuación no solo era ilegal sino también imposible, ¿por qué se empeñaron en arrastrar a los suyos hasta el precipicio? ¿Hay alguna responsabilidad más grave en un dirigente público que la de llevar a la sociedad a un agujero negro? ¿Algo peor que agrupar a una buena parte de la ciudadanía en pos de lo que se sabe que no se podrá lograr?
Esas preguntas y otras muchas hicieron zozobrar no pocas convicciones. La convocatoria urgente de elecciones amainó el temporal. Las palabras y la resistencia se debilitaron.
Fue entonces cuando la justicia llamó a la puerta de los sedicentes. Con urgencia. Los extrañados, salvo un par de excepciones, reiteraron su deseo de poner el culo a buen recaudo. Otros convocados acudieron a los tribunales. La denuncia de la fiscalía recibió el pleno respaldo de la juez de la Audiencia Nacional y un aplazamiento en el Tribunal Supremo. Las palabras, otra vez, se han vuelto gruesas; la resistencia se ha rearmado, y algunas posiciones escapan a lo comprensible.
Es un tiempo de guerra. Se engordan argumentos, se huye de matices, se asola el futuro. ¿De quién fue la culpa de esta mecha?
Hace unos días se podía escuchar este diálogo:
- El 155, mal.
- Sí, pero sin 155, ¿qué?
Ahora se escucha:
- La cárcel, muy mal.
- …
Se impone la perplejidad. El desconcierto.
¿No lo sabían? Sus más directos asesores les habían advertido de su flagrante ilegalidad. ¿No fue por eso por lo que abusaron de triquiñuelas y subterfugios? ¿Por lo que huyeron?
Quizás, no. ¿Pudieron hacerlo porque sabían muy bien que ese era su único argumento para recuperar la adhesión, para reocupar la calle, para multiplicar sus fuerzas? A algunos equipos marrulleros les conviene embarrar el campo, porque en el fango se disimula el juego contra el reglamento y se recibe el aplauso de la grada.
Tras el fiasco o el esperpento que protagonizó el Parlament en vísperas del referéndum, las cargas policiales se convirtieron en elemento legitimador de la ilegalidad. Tras el fiasco o el esperpento de la declaración de independencia, la cárcel o el exilio eran el mejor recurso para regresar, rearmados, a las trincheras.
No; tal vez, no fuera eso. ¿La única responsabilidad es cosa del Gobierno?
Eso parece. Y ese parecer vuelve a condicionar la realidad y el estado de ánimo; la repetida sensación de desastre.
En ese espacio sin matices la falsificación de algunos conceptos ofende.
Ejemplo 1. Hablar de represión, de presos políticos o de exilio ofende a quienes conocieron la represión, la prisión y el exilio auténticos, los impuestos por un régimen ilegítimo que impedía la libertad: de residencia o de opinión. No es esa la situación actual, por más que suframos una urticaria crónica a cuenta del actual Gobierno del PP.
Ejemplo 2. Reconocer a los dirigentes depuestos como los únicos representantes legítimos de Cataluña ofende a quienes defienden la ley como defensa contra la arbitrariedad. ¿De dónde surge esa legitimidad? ¿Porque fueron elegidos en su día? ¿Porque ese hecho les confería una bula contra lo que habían comprometido? Si resultaba chusco el argumento, utilizado en otros casos, de que las elecciones legitiman políticamente a los corruptos, aún resulta más tosca la patente de corso: que la elección legitime la corrupción a futuro.
Ejemplo, 3. Hablar de venganza ofende a cuantos creen que la legalidad se puede aplicar acertada o equivocadamente, pero que quien la incumple ha de someterse a su dictamen.
¿Exceso en la aplicación de la ley? Cuestión compleja, no apta para ser resuelta a base de emociones.
¿No era para tanto? Quizás. ¿Se debía permitir que los descalificados por la justicia siguieran en sus cargos o, como ha declarado el exPresident Puigdemont, al frente de la república? ¿Cabe alguna vacilación del Estado en esa tesitura?
En cualquier caso, un nuevo asalto al sosiego e incluso a la concordia y al respeto. ¿La separación de poderes tiene estas contradicciones? Si el Gobierno parecía moderado en la aplicación del 155, si se había limitado a sustituir al Govern a cambio de unas elecciones urgentes, si… ¿por qué la fiscalía fue al fondo, pese a las matizaciones que desde el primer momento anticipó el Supremo?
Cuando la situación parecía haber entrado en una zona de confort, bastó un fiscal y una jueza para desbaratarlo. El independentismo ha recibido una extraordinaria ración de vitaminas e incluso el refuerzo energético de los que quieren militar en la equidistancia o la evanescencia.
¿Era en definitiva inevitable? ¿Esas son, acaso, las contradicciones de la separación de poderes? El interés de la política contra el interés de la norma. Una cuestión recurrente. ¿Cabe una ejecución de la justicia modulada por las circunstancias o por intereses superiores? ¿Quién los decidiría? ¿Los responsables políticos?
Ha habido precedentes. Cuando la mayor parte de la sociedad española, asolada por el terrorismo, trataba de ignorar los excesos de la guerra sucia contra ETA, un juez puso al presidente del Gobierno al frente del organigrama de la banda, pese a que aquella investigación daba coartadas al entorno terrorista.
Algunos jueces y fiscales han llevado a la cárcel a altos cargos del partido ahora en el Gobierno, pese a la renuencia de la dirección. Casualmente, desde hace mucho tiempo, para esas actuaciones existen territorios vedados: desde Pujol hasta ahora mismo.
La charlotada en la que se convirtió el festejo pudo inducir a la risa, pero corre el riesgo de devenir en tragedia. ¿Era necesaria? Pudo evitarlo la jueza, pero tal vez ni siquiera se lo planteara.
¿Qué hacer?
Pase lo que pase, hoy nadie puede estar seguro. Salvo de este inevitable hastío. De ruina e impotencia.