Confieso que aún no me siento plenamente repuesto del ataque de glucemia que ha afectado en los últimos días a la sociedad española como consecuencia de la sobredosis edulcorada, acrítica y contagiosa que, vía medios de comunicación, pareció orquestada y alentada para compensar el vacío emocional que supuestamente podría provocarnos la pérdida tan anunciada del Gran Líder de la Extraordinaria Transición.
Confieso que aún en proceso de recuperación, sometido a sesiones diarias de diálisis depurativa e incluso a abstinencia de los susodichos medios, padezco ataques transitorios que me llevan a proclamar las excelencias del Gran Precursor del último Gran Líder, al que se conocía precisamente como su Excelencia, porque realizó la más encomiable labor que uno puede reconocer para el duro momento de su muerte; a saber, que no solo pudiéramos sentirnos libres de culpa sino dichosos de que las hubiera diñado, invitándonos a brindar siquiera con cava, porque el champagne resultaba prohibitivo y las relaciones con los productores del espumoso aún no se nos antojaban en trance de nacionalización.
Confieso, pues, que mientras la muerte del Gran Precursor fue disfrutada con una explosión de alivio, por más que millones de personas (eso dijeron) visitaran su cadáver, la del Gran Líder, un prócer amamantado a fin de cuentas bajo la tutela de su predecesor, ha producido, al menos a mí, una enorme sensación de agobio, malestar, ansiedad y bipolaridad, de la que supongo liberados tan solo a los 30.000 ciudadanos convocados, motu propio, a rendirle tributo ante su féretro.
Confieso que trato de sobreponerme a tanta congoja recordando que, en descargo del Gran Líder, si bien es verdad qué solos mueren los muertos, en este caso la soledad precedió con mucho a la muerte y que, aunque sus gestas acarrearon víctimas, él mismo fue un damnificado de algunos que con reiterado y público entusiasmo compartieron sus hazañas.
Confieso, en fin, que el Gran Líder lo fue porque también fue un líder efímero, porque se largó con el rabo entre las piernas, porque se calló con una discreción solo explicable porque carecía de suficientes dedos, millones de dedos, para señalar a quienes le traicionaron, gentes a las que identificaba con nitidez porque él las había precedido en el mismo empeño.
Confieso, en definitiva, que yo también habría podido admirar a Adolfo Suárez, no tanto por lo mucho que hizo como porque hizo más de lo que gentes como yo esperábamos en aquel tiempo. Para pasar a la posteridad, pues, nada mejor que alentar escasas expectativas; se defrauda menos. Para pasar a la posteridad, en fin, nada mejor que un gesto solemne y escaso: dimitir, por ejemplo, aunque dejando un panorama sombrío, de golpe. Para pasar a la posteridad y te despidan como a un santo y a un mártir, todo al tiempo, mejor también que transcurra un larguísimo silencio tras el último grito.
Confieso que por todas estas razones hubiera podido sumarme a algún elogio marginal al Gran Líder de la Transición, pero me ha trastornado definitivamente la complacencia bovina de los medios, los elogios de quienes le vituperaron y la grandilocuencia de quienes le apartaron.
O sea que del rey abajo, casi ninguno se escapa, sea noble o pertenezca al clero, azul o rojo. Y militar, por supuesto, aunque nadie haya aludido en este instante al caballo de Pavía.