
La pandemia ha afectado a las neuronas. Al menos, a las mías. Vivo entre la indolencia y el desasosiego o entre la abulia y el llanto. Lo uno, por unas rutinas que se han vaciado de conversaciones y de abrazos. Lo otro, porque, metido de lleno en el último tercio –en el sentido taurino del término– de la vida, me abruma la conciencia de su inutilidad frente a la desigualdad, la pobreza o la guerra. De aquellos sueños que se revistieron de ideología con el afán de un mundo mejor, a las lágrimas como única respuesta a la realidad del telediario. De ahí venimos y aquí estamos.
Asumo que esta reflexión solo puede obedecer a una consideración absolutamente idealista acerca de las responsabilidades individuales en los asuntos colectivos, máxime cuando uno no pasó de ser un discreto periodista, digno de consideración en el mejor de los casos por sus dudas y sus contradicciones. No reniego de haber sido lo que fui. Tampoco de haber reivindicado el compromiso social como norma y medida de la responsabilidad que cabe exigir a cuantos hemos disfrutado de posibilidades por encima de lo común. Sin embargo, constato, y lamento, la ineptitud de quien quiso que buena parte de sus trabajos y de sus reflexiones buscaran una repercusión tan solo un poco más allá de lo inevitable.
Miro lo que surge ante mis ojos y encuentro dos sentimientos contrapuestos: denigrar la ingenuidad de lo que quise y denostar, en el mejor de los casos, lo que hemos llegado a ser. Fracaso doble. La afección que afecta a mis neuronas tiene explicación. No remedio.
Sin embargo, hay ratos en que río sin merecer el calificativo o la condición de cínico.
