
A estas alturas el anuncio de que ETA va a dar la relación de los escondites donde aún guarda sus armas oxidadas parece poco más que un acto de propaganda. Una especie de fe de vida de quienes reivindicaron la lucha armada y claudicaron hace más de cinco años. Un recurso para defenderse del fracaso y la barbarie mediante un ejercicio de supuesta colaboración con el que reivindican el derecho y la legitimidad de su causa. Para mantener la dialéctica del victimismo ante un Estado hostil.
A estas altura el anuncio de que el Gobierno va a mantener su discurso antiterrorista parece poco más que un estribillo irrelevante. Una demostración de su incapacidad para comprender que, más allá de los trámites de entrega de las armas y disolución de la banda, queda lo importante. Por ejemplo, la recuperación de una sociedad malherida por 40 años de violencia en los que hubo muchas y diversas responsabilidades y complicidades. Y eso exige hacer compatible el derecho de las víctimas con el reconocimiento de los propios desmanes, incluida la utilización espuria de la barbarie y el dolor; y exige, también, el respeto a los derechos y las aspiraciones de todos los ciudadanos.
Eso es lo que, de algún modo, invoca Patria, la novela de Fernando Aramburu. El tiempo no lo cura todo o, en el mejor de los casos, lo hace con una lentitud que la sociedad española y la vasca no deben soportar. El olvido no sirve y tampoco resulta posible; las heridas aún supuran, porque los curanderos de una y otra parte han escarbado en ellas.
La reconciliación parece un objetivo en el territorio de la mística. Bastará una convivencia asentada en el respeto. Pero esta no llegará por arte de magia; porque reclama, antes de nada, la transformación de los discursos. Y asumir que, como dice David Rieff, “lo que importa no es tanto una cuestión de ’olvidar ahora’ como de darse cuenta de que en algún momento del futuro, independientemente de si el momento llega más o menos pronto, será mejor abandonar las victorias, las derrotas, las heridas y los rencores”.
Todos tenemos responsabilidades, aunque no las mismas. Mientras no se reconozcan, la paz será una palabra por llegar. La predisposición a la conversación y al perdón tiene que ser estimulada con gestos propios y no solo exigida a los ajenos. Para escuchar al otro se requiere generosidad. Por eso los anuncios o las reacciones de estos días desaniman, porque los mensajes de una y otra parte alientan la dialéctica del conflicto, ahora sin armas, pero basados en el desprecio y el encono. Cada parte busca sus réditos y alimenta a sus rehenes.
La sociedad ha sufrido y alimentado la enfermedad. El desarme no basta para curarla. La persistencia no alivia, incrementa el sufrimiento. El dolor no cura. Hace a la enfermedad insoportable.
