¿El laberinto español… tiene salida?

Las elecciones del 23J arrojaron un resultado endiablado. Sin acuerdo posible (y/o razonable) entre las fuerzas políticas de ámbito estatal, la gobernabilidad de España quedó en manos de los partidos nacionalistas. Y en particular, de los catalanes. Porque, a diferencia de los vascos, que hasta ahora han aprovechado sus pactos con el Gobierno de España para reforzar, por la vía de los hechos y del cupo, sus recursos y derechos constitucionales, el nacionalismo catalán lleva tiempo sumido en la aspiración sine qua non de un marco autonómico que bordee, e incluso desborde, los límites de la Constitución. Como en estos momentos ya parece evidente, la negociación para la formación de una mayoría de Gobierno en España estaba abocada a rozar los límites de la legalidad e incluso de la racionalidad.

Las declaraciones de los dirigentes de unos u otros bandos en los últimos días no favorecen, por el momento, puntos de encuentro plenamente acordes con la legalidad, tal y como esta se entiende en los sistemas democráticos. Las exigencias independentistas se sitúan fuera del ámbito que corresponde a la gestión de los asuntos públicos ordinarios, porque afectan a cuestiones de índole estructural –es decir, de la propia estructura del Estado–, que merecen y deben ser reconsideradas, aunque no en un debate urgente sobre la gobernabilidad más coyuntural que de largo plazo.

El órdago independentista llegó por una doble vía: en primer lugar, por el requerimiento de una amnistía para los inculpados (fugados o no) por la celebración de un referéndum ilegal que planteaba la escisión de Cataluña del Estado español y que afectó a la convivencia dentro de la propia comunidad y a sus relaciones con el resto de España; y en segundo lugar, por la reclamación de una amnistía que ignore las responsabilidades de los promotores de aquel movimiento. Las cuestiones planteadas tienen un trasfondo político incuestionable y, en cualquier caso, merecerían ser evaluadas no solo desde una perspectiva doméstica o interna, del Estado y de la Nacionalidad catalana, sino también desde el contexto europeo e incluso universal.

Negar la idoneidad del momento no rechaza la legitimidad del debate de fondo por los cauces ya establecidos y por los que se puedan establecer. A simple vista, la amnistía podría ser la consecuencia lógica de la aprobación de un nuevo marco territorial de corte federalista, sin ambages o sin el trampantojo de esa extraña consideración de Cataluña como “nacionalidad histórica”. Sería, así, la consecuencia natural de un acuerdo que garantice la estabilidad institucional durante, al menos, otros 30 ó 40 años. La amnistía se plantearía como el reconocimiento de una apuesta por la convivencia asumida por el resto de comunidades y, muy especialmente, por la española. O como el fruto de un proceso concreto y no como puerta de entrada a un pleito sin garantías. La amnistía impuesta en estos momentos como el precio de una gobernabilidad a corto plazo solo trasladaría la tensión y el encono a otros ámbitos, para colmo, mayoritarios; y resultarían en cualquier caso falaces, porque propondrían un remedio para hoy sin garantías de una recaída mañana.

En consecuencia, las medidas que plantea un sector minoritario de Cataluña ni es proporcionada a la realidad social catalana (basta ver el resultado de las últimas elecciones) ni acorde con la racionalidad política. Sin embargo, sí cabe, como expresión del deseo de un acuerdo profundo de la sociedad española y catalana en favor de un proceso gradual. Pero eso implica establecer un plan y fijar los pasos previos a la decisión sobre un nuevo horizonte, abierto a nuevas vías de interrelación en el contexto de un Estado plurinacional y federal.

Esa reflexión está lejos. Las fuerzas políticas más representativas del Estado no pueden adentrarse en otras vías sin asumir graves riesgos electorales y sin poner en riesgo también la convivencia entre los propios españoles. A los independentistas catalanes el planteamiento tal vez les ayude a aplacar sus cuitas, a esconder la pérdida de respaldo social o a animar la Diada- Pero está por ver si su apuesta al todo o nada no acaba con una exacerbación del encono sin efectos favorables tanto pragmáticos como identitarios.

En este contexto, el viaje de Yolanda Díaz a Waterloo se interpreta como la búsqueda de una salida a toda costa –y en el mejor de los casos, con más ruido que nueces– en aras de una gobernabilidad representada por el tándem PSOE-Sumar. Si su actuación representa una apuesta exclusivamente propia de la vicepresidenta, podría resultar grave incluso para Sumar, pero cabe temer que el PSOE la haya dejado hacer para no verse abocado al rechazo de su propia formación e incluso del futuro de la izquierda española.

Además, estos movimientos están repletos de trampas. ¿Tiene sentido negociar con un prófugo de la justicia, que elude sus responsabilidades penales? ¿Qué estatus le reconoce en esas conversaciones que todos podemos calificar como negociaciones? ¿El Estado se siente obligado a pactar, sensu estricto, con un sedicioso (incluso después de enterrado el delito de sedición) que promovió y ha seguido alentando una escisión profunda en la ciudadanía catalana –no digamos, entre la española y la catalana– e incluso en la convivencia de una y otra comunidad? ¿A qué gracia se apela cuando no ha existido un mínimo reconocimiento del dislate de 2017? ¿Cómo justificar una amnistía sin una mínima expresión de arrepentimiento, ya sea por el modo o por el fondo de lo que se llevó a cabo?Y como remate chusco, ¿cómo el requisito excluyente de la amnistía, que exonera especialmente a los delincuentes confesos o fugados (por si las moscas), puede ser la condición ineludible que impone el mayor de los condenables? Y todo ello al margen de que la susodicha amnistía pueda ser declarada ilegal, porque no habría mayor disparate que aprobar lo que el Constitucional puede rechazar sin excesivo esfuerzo. ¿En qué lugar queda el propio Estado de Derecho?  (Véase, por ejemplo, el artículo de Sergio del Molino Els ‘nosaltres’ de Puigdemont.

En todo caso, el camino es otro. Y si son inevitables unas nuevas elecciones -que ojalá, no–, volvamos a las urnas sin rubor ni indignación contra aquellos a los que volveremos a votar. Porque las alternativas se antojan aún peores. El despropósito, tal vez, esté asegurado.

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Quien esté interesado en las Variaciones sobre el mismo tema desarrolladas a lo largo de las últimas semanas en este Lagar aquí puede encontrarlas. No solo podrá elegir, sino también advertir de los diferentes matices, e inclusode algunas contradicciones, entre las diferentes y sucesivas opiniones. Por orden inversión de publicación: de la más reciente a la más lejana.

La España que propicia Vox,

Vencer por convicción, no por conveniencia,

El truco es el trato,

Investidura de sapos o culebras,

Incertidumbre y contradicción: actitudes razonables,

Nuevo gobierno: mucho más que perder o ganar,

¿El laberinto español… tiene salida?,

En la encrucijada no valen apaños,

El idioma que entiende y confunde,

Solo importa ganar,

Un paso adelante sin perder la vista atrás,

¿O todo o nada?,

La derecha española dónde está.

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