
Otra vez, el mal menor. El que aúna alivio y frustración. Porque pudo ser peor. Aunque así sea, también, una vez más, solo un poco peor.
La victoria en las elecciones francesas de Emmanuel Macron es un triunfo de la derecha, porque el nuevo gobierno francés será más conservador que el anterior, porque Francia tiene más ciudadanos a ese costado diestro que al siniestro y porque el supuesto centro vencedor anda más cerca de la mayoría conservadora que de la exigua minoría que aún cree en la transformación de esta sociedad.
Los dos grandes partidos, republicanos y socialistas, que a a lo largo de decenios habían acaparado mayorías, han sido humillados. Los emergentes no anuncian nada mejor. El candidato sin partido, el que identifica su nombre y su formación (EM, de En Marche y Emmanuel Macron), el que defiende un programa líquido, el que pica en fuentes hasta hace poco contradictorias, el que antepone la indefinible modernidad a la transformación de la sociedad, se apoya sobre un valor inédito: el líder sin partido, sin respaldo, sin equipo; unas carencias que la sociedad, hastiada por el comportamiento de las formaciones clásicas, interpreta como un valor suficiente.
Pero pudo ser peor: el dilema Le Pen – Fillon e incluso el Le Pen – Mélenchon. ¿Qué habría pasado en tales casos? En quince días tal vez encontremos nuevos acicates para la depresión: ¿en qué caladeros ajenos, hasta ayer, capturará sus nuevas piezas Marine?, ¿cabe en esta tesitura la neutralidad o el absentismo de la nueva izquierda?
En tres meses saldremos de dudas. Por el momento, disfrutemos: la idea de Europa no sale malherida, las bolsas se alegran, la izquierda, ¿alguien se recuerda que fue de ella? El mal menor aúna un cierto alivio y bastante frustración.
