Domingo a mediodía. He reservado una mesa para comer en la zona de Tetuán, en Madrid. Vueltas y más vueltas porque no hay modo de aparcar. Se ha cumplido la hora de la reserva. Una señal indica la proximidad de un parking. Subterráneo, en un bloque de viviendas antiguas, en una calle estrecha. El coche puede traspasar la entrada a duras penas. Hay que apuntar. Tras descender por una rampa del 45% (a simple vista), el coche logra detenerse delante de la valla que obliga a extraer el ticket. Así empieza la aventura.
Quedan espacios libres entre columnas y vehículos que desbordan los límites marcados en el suelo. Espacios tan estrechos que, tras iniciar los primeros giros, obligan a temer no solo la imposibilidad de aparcar en aquel laberinto sino también la de salir de él. Estoy perdiendo los nervios. Ya no quiero aparcar, pero me da más miedo salir. Después de innumerables giros a izquierda, derecha, adelante, atrás… optamos por la fuga, que en realidad no es otra cosa que derecha, izquierda, atrás, adelante.
¿Quién autorizó este aparcamiento? Imagino que un chapista que debe tener su taller unos metros más arriba. Me cago en el ayuntamiento. Y en esas ando, cuando unas personas, de origen latino, que nos han precedido con éxito en la aventura, acuden en nuestro socorro. Ya se ha producido la primera colisión contra un muro. Tratan de ayudarme. Acabo cediéndoles el volante. El hombre no sabe cómo funcionan las marchas. Adelante y a la izquierda, atrás y a la derecha, voy indicando. Viceversa, poco a poco. Diez minutos después, estamos en la calle.
Requeteagredecidos por su ayuda a las personas que nos han salvado de la histeria definitiva, nos despedimos con una sonrisa. El hombre ríe:
– Ya puedo decir que he conducido un coche eléctrico.
Estoy por decirle que se quede con él Prius toda la tarde… Y que no es eléctrico, sino un híbrido que está a punto de cumplir 400.000 kilómetros. No se lo aclaro. Al menos, que siga sonriendo y presumiendo de haber manejado un último modelo y de haber sacado de la histeria a alguien que ya sabía que meterse en un parking en Madrid, en zonas interiores, requiere destrezas propias de un aventurero.
En ese momento, del fondo de parking llega un ruido impresionante. Alguien ha dejado la carrocería en el empeño. Eso o un pilar de hormigón. Huyo.