
¿Quién ha decidido que la presidencia del Parlamento es una bagatela, el caramelo atrapado en medio de la confusión a la puerta del colegio? ¿Desde cuándo la máxima representación de la institución que simboliza la democracia y del poder popular es un cargo irrelevante y casi despreciable? ¿Qué valor se concede a ese símbolo de la convivencia sustentada sobre el debate público, más allá de la organización de las actividades propias de la cámara, del control al poder ejecutivo, de la representación de la pluralidad de los intereses ciudadanos?
¿Cómo explicar la cesión mercantil de la presidencia del órgano que debe velar al máximo nivel los procedimientos democráticos, sino por el desprecio de quienes chalanean con la institución más representativa del sistema político que dicen defender?
El PP ha decidido que en el canje o la compra de cargos a Vox para conformar los gobiernos supuestamente salidos de las urnas el precio más barato es la presidencia del Parlamento; en el caso actual, la de los parlamentos regionales. Luego, si el socio se pone modorro, si no basta ese cargo, tan representativo como evanescente frente a lo mollar del poder ejecutivo, se pasa a lo que importa: los cargos en el Gobierno, que esos sí son cosa seria, porque, aparte de representaciones y símbolos, en ellos se deciden la pasta y los mantras de los diferentes programas.
Produce vergüenza, para colmo, que no pocos parlamentos regionales vayan a estar en manos de quienes niegan el valor de la representación popular, de quienes desprecian el valor social de lo simbólico. ¿Sin el reconocimiento de su valor o su importancia caben la democracia y hasta la convivencia?
