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El paso de una novela al cine, al teatro o al cómic siempre entraña riesgos. Ha habido casos en los que la versión adaptada ha amplificado la importancia de la original, ya sea por su contribución a la difusión del texto escrito–para–ser–leído o por el interés, la calidad e incluso la complejidad de la obra versionada.
Sin embargo, ante la adaptación de una obra unánimemente reconocida, ante la versión de los clásicos a una disciplina artística diferente, lo más común es el recelo, la desconfianza o la mera resistencia a reconocer la importancia y el valor de la segunda versión.
En el fondo de estos casos subyace un prejuicio: la difícil aceptación de la autonomía de la reescritura. Esa dificultad se diluye cuando se adapta una obra desconocida o cuando se reconoce el efecto amplificador de la versión a favor de la lectura del original.
Por eso, dos espectadores de un mismo trabajo teatral pueden discrepar abiertamente sobre la representación a la que acaban de asistir cuando uno ha leído la novela que sustenta la dramatización y el otro no. No importa que ese segundo trabajo haya sido supervisado por el autor original, que el mismo creador haya producido textos destinados a su representación sobre un escenario o que la reinterpretación repercuta en la revalorización de la narración primera. La referencia e incluso la comparación se imponen.
Y sin embargo… los hechos y la crítica de los hechos debe atenerse a un criterio básico: la novela es novela; el teatro, teatro; el cómic, cómic. Nada es igual a lo otro, aunque se le parezca. Trabajos valorables por sí mismos Y así habrá que analizarlos y valorarlos.
Viene esto a cuento de La fiesta del chivo, una de las creaciones más representativas de Mario Vargas Llosa, adaptada al teatro por Natalio Grueso, dirigida por Carlos Saura e interpretada en su papel protagonista por Juan Echanove. Ellos han construido un trabajo sobre el poder y la tiranía y sus efectos en los valores más íntimos: las relaciones familiares, el desprecio de la dignidad humana y la decencia.
El planteamiento huye de la caricatura al abordar las relaciones entre el tirano y sus validos, aunque no consigue evitar el riesgo de la simplificación. Tal vez por ello, ese aspecto de la trama se diluye para convertirse en un contexto o decorado del eje que absorbe la tensión dramática de la obra: la relación entre la reaparecida Urania y su padre, Agustín Cabral, ahora convertido en un ser cuya discapidad le impide entender y/o reaccionar.
La fuerza interpretativa de Juan Echanove, no obstante, consigue situar al espectador ante el rostro verdadero del tirano y su capacidad para aniquilar los sentimientos de la solidaridad y el respeto, de la convivencia y los afectos. Lucía Quintana pone el contrapunto de una mujer herida por el desprecio imperdonable de su progenitor. Desde ese punto de vista, los dos protagonistas marcan los extremos del tirano y de sus víctimas. Carlos Saura resuelve con un decorado sencillo un entramado de situaciones diversas.
Concluido el espectáculo, recibida y analizada su propuesta, los ecos de la novela de Vargas Llosa invitan a recuperar la complejidad y la riqueza dramática del original. Tal vez, porque esta vez el montaje teatral no consiguió remover al espectador de su cómoda butaca. Por eso, en esta ocasión, la tendencia a la comparación resultaba inevitable.
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