El deporte ofrece a veces imágenes y valores mucho más importantes que el éxito, personal o colectivo, e incluso que la victoria. Por eso sigo siendo aficionado al baloncesto, al atletismo, al tenis e incluso, a veces, raras veces, al fútbol, pese a la épica con que los charlatanes de ese negocio imponen en el supermercado mediático.
Ricky Rubio ha sido mi ídolo. Desde aquellos 51 puntos, 24 rebotes y 12 asistencias con los que el equipo español logró el Europeo cadete en agosto de 2006. Ese niño nacido en El Masnou debutó con 14 años en la Penya –¡qué atractiva entonces Badalona!– y con 17 se proclamó campeón del mundo con la selección absoluta de baloncesto y fue reconocido como el mejor jugador de aquel campeonato.
Por esas razones aparecía en los periódicos, ilusionaba a los aficionados y recibía reconocimientos. Sin embargo, su ejemplaridad sobresalía en el ámbito familiar, en el cariño inquebrantable a su madre antes de que se le diagnosticara la enfermedad que provocó su muerte y causa definitiva del desmoronamiento emocional de un hijo que la convirtió para siempre en su referencia moral.
Hoy, tras su última grave lesión, se ha despedido de la NBA con una reflexión absolutamente admirable. Decida lo que decida, Ricky Rubio ha sido y será para siempre mi ídolo deportivo. La emoción que genera minimiza en muchos momentos la zafiedad que envuelve al deporte de alta competición. No se trata de un caso único, pero sí de un ejemplo a grabar en nuestra memoria y en nuestra valoración de un fenómeno tan contradictorio como el propio deporte de élite. Solo unos pocos actores de ese mundo consiguen mostrar su rostro profundamente humano.
El deporte tiene valores que el fanatismo deportivo no solo oculta sino que, para colmo, destruye. Ricky es excepcional.