
Había comenzado a leer Rombo (Periférica, 2023), cuando un movimiento sísmico estremece a numerosas aldeas marroquíes provocando (a fecha de hoy) más de 2.500 muertos, otros tantos heridos y un incontable número de afectados por la ruina de sus casas y haciendas, ya miserables desde mucho antes.
La novela en que Esther Kinsky alude a la presencia inevitable de ese ruido que presagia el terremoto entre quienes lo vivieron antes y observa los efectos de los temblores al cabo del tiempo a través de un paisaje estimulante, el noreste de Italia, y de las experiencias vitales de unos supervivientes que entrelazan sus sentimientos y experiencias tras el ruido y la catástrofe. Por el contrario, el seísmo marroquí carece de paisaje, solo hay barbarie y, a lo sumo, el ejemplo de la imperial Marraquesch afectada por los destrozos, como un símbolo físico de la ferocidad de la propia naturaleza.
Nada que ver. La realidad del seísmo marroquí impone una desolación inmediata. No requiere reflexión ni matices. Las imágenes estremecen y el grito de los supervivientes ahoga cualquier sentimiento paliativo. No hay consuelo ni memoria, al contrario que en la novela de Esther Kinsky. En ella se alude a unas sacudidas sísmicas que provocaron más de un millar de muertos. Sin embargo, ahora, al cabo de casi 50 años, los recuerdos y las vivencias de los protagonistas reconstruyen un relato sentimental en medio de la naturaleza recuperada y de la vida de unos habitantes que, siempre marcados por el rombo, han encontrado un rumbo íntimo, personal, con el que sobreponerse al trauma que generó el seísmo y amenaza la propia vida.
La coincidencia de la lectura de Rombo y de la realidad implacable del seísmo situado al sur de Marruecos invitaban a una lectura y a un análisis complementario. La realidad no admite réplicas. La reflexión la llena de matices. La distancia impone emociones distintas.
