
Los padres trataron de curar la meningitis del niño con sirope. El niño murió.
El joven estudiante de Físicas, diagnosticado de cáncer, renuncio al tratamiento médico y se puso en manos de un curandero. El joven murió.
Ambos casos acaban de ocurrir.
Hace cuatrocientos años, poco después de la muerte de Cervantes, el Gran Lesmes informaba a Sancho Panza de los muchos casos conocidos y documentados “de hidromancia o arte de adivinar echando plomo, cera o pez en el agua de un vaso, casos de aeromancia, o la adivinación por los sonidos del aire, o piromancia, lo mismo pero del fuego, de espatulamancia, por los huesos de la espalda, de sortiaria, por los naipes, de cefalomanteia o adivinación por la cabeza asada de un burro, y así hasta las ciento veinte suertes que tengo catalogadas, sin contar las que incurren en nigromancia… Y aún hay más, hermanos”.
Si levantaran la cabeza, el Gran Lesmes y el Sancho Panza reinventados por Andrés Trapiello en El final de Sancho Panza y otras suertes (Destino), se quedarían sobrecogidos por la proliferación ad infinitum de esas artes adivinatorias y terapéuticas a las que prestan reconocimiento taumatúrgico no solo personas cortas de sesera, incultas y cazurras, o tal vez desasistidas de asistencia sanitaria gratuita, sino también otras que se consideran instruidas aunque se afanen una y otra vez en aberraciones esotéricas validadas sin más pruebas que la capacidad embaucadora de unos pillos charlatanes ayunos de escrúpulos.
Podría decirse, al considerar estos casos, que una larguísima retahíla de coetáneos, tanto apocalípticos como integrados, tras haber renegado de la religión verdadera, encontraron en ello la fe de la que la sociedad laica, científica, posmoderna y globalizada les disuadía. Y en lugar de regresar a las creencias originales –la de sus padres o tatarabuelos e incluso la de los Reyes Católicos–, se entregaron a la seguridad que les ofrecían chamanes, verdularios, impostores y otras especies conocedores de la moderna gramática y de la estulticia humana y sempiterna.
Urge la creación de un ejército formado no tanto por sabios dogmáticos como por resistentes, no tanto por valedores de conocimientos o esencias irrefutables como por escépticos dispuestos a asumir tan solo lo fehacientemente demostrado con los medios, los instrumentos e incluso el discernimiento que el tiempo y la ciencia nos han deparado.
Una cruzada, sí, sin cruces ni morrallas, sin centros de levitación ni espumas herbolarias, tan solo con el rigor de lo probado y comprobado con métodos garantizados.
Para empezar, hay que defenderse de las pseudociencias que no solo no curan sino que a veces matan. Hay que saber detectar camelos y teorías pseudocientíficas –homeopatía incluida. Y sobre todo, hay que educar, para que nunca más un padre pueda asegurar, con toda la razón, que “a mi hijo lo ha matado la incultura científica”.
Y como no es solo cosa de razón sino también de derecho, hay que denunciar ese negocio casi infinito de lo esotérico y lo indemostrable, lo que implica perseguir a superpotencias económicas y financieras, a auténticos lobbies de la charlatanería alternativa con ínfulas progresistas, y hacerlo no solo porque se trata de pícaros ansiosos de reconocimiento y dinero sino también porque defraudan y deprimen, enferman y asesinan.
Eso sí es progresismo y progreso.
