No puedo proclamar mi acuerdo con los indignados del 15M porque, al margen de compartir la indignación, desconozco en qué puedo estar de acuerdo. Comprendo su estado de ánimo y aliento su activismo para decir que ya está bien de aguantar lo que está mal. O mejor, lo que a cada uno le parece que está mal. Y mejor esto, por supuesto, que permanecer en el rebaño.
¿Es suficiente? ¿A qué situación habíamos llegado para que esto sea suficiente? ¿Esta revuelta ayuda a la sociedad a entender lo que pasa o se limita a un desahogo, legítimo, quizás conveniente y seguramente necesario? ¿Esta iniciativa cambiará algo de lo que estábamos acostumbrados a soportar? Mejor esto que nada, por supuesto. Sin embargo, puestos a hacer el esfuerzo, ¿no damos más de sí?, ¿no somos capaces de articular una propuesta coherente u otro modo de construir algo más nítido, más sólido, menos contradictorio?
Si un día pudiéramos confeccionar una lista con las ideas o propuestas que se han alentado en las asambleas y, junto a su enunciado, habilitáramos un cuadradito en el que expresar nuestra conformidad, temo que buena parte de las casillas quedarían en blanco. Y que las excepciones no pasarían del amparo a formulaciones vagas cargadas de buenas intenciones y, por ende, demagógicas: las que se leen en las pancartas.
Es decir, que si las formulara un partido político, le escupiríamos.
Libertad, igualdad, fraternidad. Vale, de acuerdo. Esto sirve para un himno e incluso para una bandera, pero con esos principios se ha cometido tropelías y arbitrariedades, empezando por la guillotina.
La libertad es una necesidad, un requisito imprescindible para reivindicar un objetivo y también para alcanzarlo. El objetivo es la igualdad radical de los seres humanos, sin distinción de clase, sexo, raza o cualquier otra división. Y la fraternidad un sentimiento.
Sí, la persecución a los hipotecados trasladados a la miseria es una ignominia. No cabe en un Estado digno de tal nombre. Ese es el problema: que vivimos en Estados indignos, porque apenas son franquicias del auténtico poder inaprensible, el imperialismo global.
Y en esas mismas se encuentran nuestros representantes. Unos, porque se han entregado con armas y bagajes al invasor. Otros, porque, por ingenuidad o para seguir ahí, disimulan, como si no vieran lo que hay. Un tercer grupo aún no se ha enterado de que hemos perdido el control de nuestro destino y carecemos de instrumentos para recuperarlo, porque las cartas de navegación de otros siglos ya no bastan para orientarse en este tsunami político/climático.
¿Entonces? Está bien el aldabonazo: que no valga el disimulo, que empecemos a marcar rumbos para pequeñas singladuras en tanto encontramos la manera de contener las mareas que asolan la playa en la que alguna vez soñamos; que desconfiemos de quienes utilizan la pancarta como único instrumento de la acción práctica; que revisemos las contradicciones de algunas conquistas sociales que sólo algunos disfrutan.
No bastan, tampoco sobran, emociones e intuiciones, pero mejor decidir con raciocinios. ¿Abdicar de los pocos instrumentos que tenemos; la representación política, por ejemplo? ¿Exigir que se ponga al servicio de los ciudadanos sin engaño ni simulaciones? ¿Confiar en la asamblea? ¿Atender e interpretar el valor de la inquietud que el 15M ha generado? ¿Renegar de los integrados? ¿Aglutinar a los apocalípticos en favor de quienes nos han desposeído de toda expectativa?
El riesgo existe.
El Mayo francés no mejoró a la sociedad europea. Tuvo su mérito: la distrajo.