Hace 33 años una mujer y su hija se presentaron en mi casa para que las ayudara a redactar unas cartas con las que alentar, tras una tragedia sobrehumana, su única esperanza: recuperar a Miguel Ángel, el hijo y hermano menor. La madre rondaba los 55 años; su primogénita, poco más de la treintena. Parecían serenas, cautelosas y, sin embargo, firmes. No dudaron en contarme sus vivencias, sus miedos, sus expectativas.
Se habían sentado al otro lado de mi mesa de trabajo y, al cabo del preámbulo inevitable, descriptivo y aséptico, hablaron entre sollozos y rabia de todo lo ocurrido en los últimos meses. En un instante, la mujer se levantó, rodeó el tablero sobre el que tomaba notas y me agarró por el cuello de la camisa. Explicaba su encuentro con el general Galtieri. Sobrecogido por el gesto, sentí que cualquiera puede ser cómplice del horror, si calla. Desde entonces he seguido su peripecia de dignidad y solidaridad.
Esperanza había perdido a su marido, a un hijo y a su nuera en Rosario (Argentina). Una banda controlada por el ejército los había asesinado. También había perdido a su otro hijo varón, el más pequeño, aunque a éste le decían desaparecido. Los canallas, como ellas todavía los denomina, habían asaltado sus casas, todas, también la suya y la de su hija; las habían robado, vejado, golpeado y forzado al exilio del país en el que quisieron ser felices.
Hace más de trece años conocí otra historia, diferente, plena de ternura y frustración. En Camagüey (Cuba) el padre de una niña, de apenas tres meses, regala a su hija a un hombre que pasa por la calle. El padre regresa a España, al pueblo de la sierra salamantina del que procedía. La niña crece feliz, acogida por una familia con la que aprendió, entre mimos y juegos, el valor de la dignidad y la alegría: la felicidad. Así fue durante más de siete años.
Transcurrido ese tiempo, el padre natural regresó a Cuba, arrebató a la chiquilla de los padres y hermanos que la habían querido, la trasladó a la áspera tierra salmantina y la obligó a vivir en un ambiente arisco y gris que reclamaba el denuedo por la supervivencia y preludiaba una guerra. En esas circunstancias, la niña, que descubrió la rabia como antídoto contra la resignación y el olvido, se juramentó para devolver a los suyos la felicidad que había vivido en Cuba. Conoció a Víctor, le quiso y le convirtió en su marido; tuvieron tres hijos y emigraron a Argentina con la certeza de que allí alumbrarían un nuevo retoño.
La chiquilla ardiente y la madre abrumada se llaman Esperanza y son la misma persona. Al conocer su peripecia al completo decidí contarla como homenaje a una mujer apasionante, que emociona y seduce, porque obliga a quererla. Sin la ternura y la alegría de la niña cubana no se puede entender el dolor de la madre avasallada, sin la resistencia contra la miseria del desarraigo y la posguerra no se explica el coraje de la mujer abatida, las risas de la infancia agrandan las lágrimas de la vejez, pero también la niñez provocó llantos incontenibles y nunca la mujer brava se negó el derecho a la risa.
Ella se llama Esperanza.
Me faltó tiempo, por culpa de mis tareas profesionales, para escribir este aluvión de sentimientos con la pasión y el sosiego necesarios. Cuando pude esquivar aquellas rutinas, me empeñé en respetar los hechos, pero más aún los sentimientos, para trasladar siquiera una parte de la emoción que esta mujer suscita. Con la perspectiva del tiempo comprendí que Esperanza nos habla de la rebeldía que reclama la dignidad llevada al extremo, de la memoria histórica desde la perspectiva de una mujer española que sufrió la barbarie de la dictadura en Argentina, del valor de la acción judicial –la que desarrolló el juez Garzón, al que admira– como acicate y estímulo para quienes se rebelaban contra la impunidad y el olvido, del desprecio de los poderes públicos hacia algunas víctimas… Ella es testigo y acusación, insobornable.
Esperanza ha viajado siempre en una doble dirección: primero, en busca de la felicidad y la familia doblemente perdida en su infancia, y luego, en busca de la dignidad tras la masacre que asoló su vida. Ella es un símbolo o un ejemplo de cómo la felicidad reclama la dignidad o la decencia que sólo se puede alcanzar a través de la solidaridad y la memoria.
Esperanza emociona. La quiero.
(Este artículo se publicó en escolar.net, el blog de un maestro de este género; también mi amigo, Nacho Escolar).