14 de noviembre de 2011
Ahora, esperanza sin Esperanza
Esperanza Pérez Labrador, la batalla contra el tirano
Tenía solo dos meses de edad cuando su padre la regaló a un hombre que pasaba descuidadamente por la calle. Su madre acababa de morir y su hermana apenas había cumplido un año y medio. Por eso creció en Cuba, con los seis hermanos que le ofrecieron José Mestril y Catuca Masó, sus padres de adopción y de cariño. Ellos le mostraron el valor de la dignidad y el afán de la felicidad.
Su padre natural, obligado por el resto de su familia, regresó a Cuba siete años más tarde para arrancársela a quienes la habían acunado y querido. Y así, contra su voluntad, la trajo a la sierra de Béjar, a la provincia de Salamanca, a un espacio tan distinto de su Camagüey natal y tan adverso. Allí, o aquí, en tiempos de la Segunda República y la Guerra Civil, creció y soñó.
La dictadura militar argentina le arrebató a su marido y dos hijos Cubana de familia española, fue clave en los procesos abiertos por Garzón
Pese a todas las adversidades, logró lo que buscaba con el tesón de su expansiva alegría. Tuvo un marido al que admiraba, cuatro hijos a los que amó con pasión y cuatro nietos. No había cumplido aún 55 años. Por ellos emigró a Rosario (Argentina), bajo el embrujo de un viaje de Evita Perón a España, y todos juntos alcanzaron la dicha y el bienestar que habían deseado: la prosperidad y la alegría de una familia denodada y generosa, en la que los dos hijos pequeños comprometían sus ilusiones más nobles en las villas miseria (barrios de chabolas), cuando se liberaban del trabajo y los estudios, alfabetizando, ayudando a resolver problemas y carencias, regalando zapatos que sacaban a escondidas del taller paterno, soñando una sociedad más justa.
El mayor de los varones murió electrocutado por una máquina de la propia fábrica. Dos años después, cuando la familia empezaba a reponerse frente a la desgracia, desapareció Miguel Ángel, el pequeño. Apenas dos meses más tarde -hace cuatro días se cumplieron 35 años-, unos grupos armados asaltaron su casa, la de su hija mayor y la del otro hijo, Palmiro. Asesinaron a este, a su esposa, y a Víctor, el padre, que acudió a saber lo ocurrido; golpearon a todos, los robaron, los humillaron y los obligaron a huir, a los que aún seguían vivos, sin tiempo para enterrar a los muertos; al exilio, otra vez a España.
Esperanza dedicó el resto de su vida a buscar a Miguel Ángel, «el que está desaparecido», dijo ella durante más de 35 años. Lo buscó por prisiones, comisarías, centros de detención y tortura; con su pequeña estatura y sus manos minúsculas se enfrentó cara a cara, casi golpe a golpe, a generales como Galtieri y Videla; fue amiga para siempre de las Madres de la Plaza de Mayo, con las que se impuso al avasallamiento y al miedo, y se involucró en la lucha contra los dictadores y asesinos que asolaron su felicidad. En varias ocasiones, la Embajada española la conminó a que regresara a España, pero ella nunca pudo suportar por mucho tiempo la distancia del hijo que la mantenía erguida e incluso risueña, combativa.
Esperanza Pérez Labrador fue una persona clave en los procesos abiertos por el juez Garzón contra la dictadura argentina, y apoyó las causas contra Pinochet y todos los delincuentes que atentaron contra una juventud tan hermosa -con esa expresión la recordaba ella- como la de sus propios hijos.
Vivía en Madrid, en Villalba, atendida por quien ha sido su compañera y protectora: su hija Manoli, y sus nietas Laura y Maricel. Iba a cumplir, en enero, 90 años. Y hace cinco meses volvió a Argentina para asistir a los juicios contra responsables de algunas acciones criminales durante la dictadura.
El 16 de septiembre presentamos un libro sobre su vida. Apenas la primera piedra del homenaje que esta mujer merecía. En Madrid, en la Casa de América, le acompañaba, entre otros, Baltasar Garzón. «Usted y otras abuelas y madres como usted hicieron que mi vida cambiara y que creyera que merece la pena arriesgarse», le escribió en cierta ocasión el juez. Ella mostró su enorme dignidad: pese a todo, era feliz.
Esperanza ha sido un monumento a la dignidad que el ser humano puede conquistar: por su tenacidad, su rebeldía, su cariño y su defensa de los que más han perdido, por su permanente reclamación del derecho a la memoria y a la vida.
Le arrebataron todo, pero no consiguieron doblegarla. Ni siquiera pudieron acabar con su risa. Quienes la hemos conocido no podremos olvidarla. Y por ella tampoco olvidaremos a todo lo que ella buscaba y reclamaba: Víctor, Tito, Palmiro, Edith Graciela, Miguel Ángel. Todo lo que la arrebataron.
A esta mujer, que murió esta mañana, siempre le brillaron los ojos. Incluso cuando se inundaban de lágrimas. Y a nosotros, sin Esperanza, nos queda la esperanza que nos enseñó.
(Esta reseña se publicó en El País el 15 de noviembre de 2011, el día siguiente de la muerte de Esperanza Pérez Labrador).