Hace algún tiempo confesé mi aprecio -admiración, también– por Gonzalo Hidalgo Bayal. Hoy leo la entrevista que publica Javier Morales Ortiz en su blog Mecánica Terrestre. A mí me ha alegrado este domingo. Porque hay, como decía Bertolt Brecht, hombres imprescindibles; al menos, para uno mismo.
En esta ocasión, reproduzco la entrevista íntegra. Así se mantendrá en mi memoria, que cada vez más es la memoria del disco duro con el que a veces consigo conectarme.
Hay buenos escritores que se dicen ajenos al mundillo literario, que lo critican, aunque nunca han dejado de estar en él y que no pierden la oportunidad de soltar una perla sobre otro escritor o de sonrojar a críticos entregados con unas cuantas afirmaciones que tienen más de cicuta literaria que de solvencia y criterio. En el lado contrario pero en el mismo bando, otros buenos escritores se esfuerzan por pasar desapercibidos, la mejor forma de que todo el mundo esté pendiente de ellos. No daré nombres. Pero hay unos cuantos buenos escritores, muy pocos, que no se esfuerzan ni por estar en la pomada ni por dejar de estarlo. Escriben, sin alharacas. Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, 1950) pertenece a esta última categoría. Y aunque sé que es alérgico a las hipérboles cuando de estos asuntos se trata, me permito decir con el permiso del maestro que no sólo escribe bien sino que es uno de los mejores narradores actuales en castellano. Y digo uno porque estoy lejos de haber leído a todos. Durante los últimos tiempos, Hidalgo Bayal se ha acostumbrado a explicar su reciente “reconocimiento” a periodistas pesados y reiterativos –como un servidor- con la elegancia, la paciencia y la sabiduría que le caracterizan. Acaba de publicar Conversación (Tusquets, 2011), un libro de alto contenido filosófico y que, sin embargo, cuenta, digno de Borges, Bufalino o Beckett y a la altura de sus mejores obras.
P. Han pasado diez años desde la publicación de los sorprendentes y sugerentes relatos de La princesa y la muerte (Editora Regional de Extremadura, 2001) y Conversación (Tusquets, 2011), libro este último en el que el peso de la filosofía griega es evidente. Algunos periodistas y críticos de suplementos literarios se empeñan en hablar de Gonzalo Hidalgo Bayal como alguien que había que “rescatar”, una palabra devaluada después de lo que está pasando en Grecia, a pesar de que su intención sea del todo elogiosa. Una paradoja vital para alguien que ha convertido la paradoja intelectual en materia narrativa, ¿no?
R. No estoy tan seguro de que la palabra “rescate” se haya devaluado. El ingrediente negativo está en el naufragio, en el incendio, en el secuestro o en la ruina, términos todos ellos que, sin embargo, según creo, gozan de considerable prestigio poético y cuentan con salvoconducto literario. La paradoja, pues, estaría más en la devaluación de la salvación (o el salvamento), una especie de mal necesario, como si la necesidad de salvación fuera la sentencia de una condena, que en la ruina o el naufragio, o la isla desierta o el abismo financiero, que son la sal de la tierra y de la historia. Prueba de ello es que el mundo no se arregla con camisetas y leyendas del tipo “Grecia somos todos”, aunque de una u otra forma todos seamos Grecia de hecho. En cuando al “rescate” literario admite matices: descubrimiento, investigación, recuperación, obstinación, afinidad. En mi caso, creo que es un gesto de buena voluntad. Me sorprende y lo agradezco.
P. “Los textos presocráticos son a la filosofía como las ruinas de la Grecia actual al mundo occidental, las ruinas de una civilización que ha prevalecido contra viento y marea”, piensa Petrus, uno de los personajes de Aquiles y la tortuga. No sé si cuando escribiste este relato vivíamos ya esta sensación de pesadumbre generalizada, de ocaso de una civilización. Todos los días parece que estemos al borde del abismo.
R. El principio del abismo se inició hace años, cuando los espejismos se convirtieron en dogmas de fe, en dirección única y ciega. Después se pasó a la divulgación del miedo y a sus réditos. Y ahora, una vez que el lenguaje ha dado forma al pensamiento, se han unido las dos cosas, la terminología del miedo y el fin del espejismo. Como las catástrofes son rentables, quién sabe qué quedará de todo esto, si ruinas o piedras en las que seguir tropezando.
P. En Conversación el estilo está aún más depurado que en obras anteriores, un paso más en esa lucha que mantienes contra los tópicos. Al leer los relatos, he tenido la impresión de que las palabras han sido escritas por primera vez, con todo su esplendor. Sin embargo, parece que al mismo tiempo has perdido fe en las posibilidades de la palabra. “Reconozco —cuenta Saúl Olúas, narrador de Aquiles y la tortuga y a quien conocemos de obras anteriores— que a veces sólo lo inefable, lo que no puede rebajarse a palabras tiene verdadera energía intelectual”.
R. No sé si he perdido fe en las posibilidades de la palabra, pero sí creo que a menudo el lenguaje es insuficiente, a veces por su malversación, a veces por sus carencias. De ahí la importancia de la literatura y de ahí su necesidad.
P. Me recuerda al comienzo de un relato de John Berger, uno de los más hermosos que he leído: “Cuando faltan las palabras hay que comenzar una historia”.
R. Tengo cierta prevención ante las frases reversibles, en las que sujeto y atributo son intercambiables, o las afirmaciones absolutas, como la de la imagen y las mil palabras. Algo así ocurre en la consigna de Berger, en la oposición entre palabra e historia, que no deja de ser al fin y al cabo una paradoja. No creo que la falta de palabras sea condición necesaria para llegar a la historia, si bien es cierto que cada historia es un rescate. Se trataría, en suma, de la diferencia que se da entre “nombrar” y “contar” o entre la significación representativa y la significación expresiva. Cabría decir que las palabras representan, señalan, y las historias expresan. En diferentes planos, para distintos usos, ambas son necesarias, ambas imprescindibles.
P. ¿La única verdad que existe es la literaria? Al fin y al cabo, las ideas se ajan con el tiempo. Lo afirma uno de tus personajes y creo que rescata una idea muy extendida entre los filósofos existencialistas. Sartre lo sostenía, aunque paradójicamente si se le recuerda por algo es como filósofo.
R. Tal vez no sea la única, pero quizás sí sea la de mayor vigor y más vigencia. Están, por ejemplo, entre otras, la verdad de los hechos (que es la de la información, la de la historia) y la verdad del conocimiento (que es la de la ciencia, la del saber), pero la verdad literaria es la verdad personal del sentimiento y la verdad personal del pensamiento, que son las que nos dan sentido como individuo. Decía Godard: “La fotografía es verdad, el cine es verdad 24 veces por segundo”. En ese aspecto es en el que puede decirse que la literatura es verdad, la verdad que permanece.
P. En Conversación se dan muchos diálogos cruzados, los relatos hablan entre sí, y también el lector tiene la sensación de ser un testigo de la narración. Por ejemplo, en Monólogo del enemigo parece que fuéramos uno de los clientes de la cafetería.
R. Más aún. Casi diría que al menos en un par de casos el lector es el narrador, que puede identificarse con el narrador. Era una de las ideas que había en el principio del libro. Siempre he intentado imaginar la posición del lector en el escenario de la lectura, esto es, en qué punto del escenario narrativo se sitúa el lector cuando lee una escena o un episodio de una novela, desde qué ubicación interna seguimos el relato (en el cine, por ejemplo, como espectador, siempre estoy tras la cámara). De ahí que me pareciera oportuno que, sobre todo en “Monólogo del enemigo” y “Aquiles y la tortuga” el lector fuera en cierto modo el narrador o estuviera a su nivel, una suerte de narrador plural indeterminado, uno de los oyentes del monólogo o de las palabras de Saúl Olúas.
P. Aparte de la lucha contra los tópicos, mantienes también una batalla contra las hipérboles, siempre con la fina ironía que te caracteriza. “Best book. Ayer leí «uno de los mejores libros de los últimos años». Hoy, otro. ¡Qué sinvivir!”, reza una entrada reciente de tu blog. Es “normal” que estas afirmaciones solemnes y categóricas figuren en las solapas de los libros, pero no tanto que sea una costumbre asimilada por una parte de la crítica.
R. Creo que la magnificación publicitaria, que es una tendencia casi infantil, termina volviéndose insignificante a fuerza de reincidencias y de hipérboles. Cuando todo es superlativo y supercomparativo, el grado más certero es el positivo: humilde y neutro. Siempre que me encuentro una frase de ese tipo, “uno de los mejores libros”, me gustaría saber cuáles son los otros cuatro o cinco libros mejores equivalentes, porque tiendo a pensar que es una comparación en el vacío, que es uno de los mejores libros, pero en sí mismo, sin otros similares, una suerte de “unus inter pares” pero sin “pares”, o sea, solo “unus”, menos numeral que indeterminado.
P. Decía Landero que ante un libro tiene una opinión como escritor, otra como profesor y otra como lector. ¿Qué preferencias literarias tiene Gonzalo Hidalgo Bayal como profesor, escritor y lector?
R. No sé hasta qué punto puede uno dividirse en heterónimos al hablar de preferencias literarias. Las lecturas escolares tienden en exceso a la eficacia pedagógica, ya sea al espectro curricular o al bricolaje adolescente, lo que conduce con excesiva rigidez al canon nacional o a los libros ‘ad hoc’, generalmente inofensivos. Ninguna de las dos propuestas me convence. En las lecturas personales no creo que haya distinción, parcelas de lector y parcelas de escritor. Procuro combinar lo antiguo y lo nuevo, clásicos y modernos, viejos y jóvenes. Podría parafrasear la frase latina: “Lector sum, nullum scriptum a me alienum puto”.
P. Una curiosidad que se basa en una suposición. ¿Por qué nunca te has presentado a un premio?
R. Me presenté en una ocasión, hace años, a un premio con más prestigio de prestigio (bastante discutible a veces) que de dotación económica, pero, como le sucede a la mayoría (pura estadística), sin resultado favorable. Creo, por otra parte, que la repercusión literaria de los premios, si la tienen, o es efímera o no es mérito del premio. Y luego no ha habido necesidad. He tenido la fortuna de contar con editores amigos, como Fernando Pérez o como Ángel Campos Pámpano y Manuel Vicente González y Del Oeste Ediciones. No aspiraba a más: el sosiego de la provincia y la fluidez editorial. Luego surgió Tusquets. Tanto mejor.
P. Para terminar y dado que estamos en un blog de cultura y medio ambiente. ¿No sería bueno recuperar a Epicuro, su idea de que se puede vivir bien con menos?
R. La pregunta me trae a la memoria una frase de Tony Judt en El refugio de la memoria: “La austeridad no era sólo una circunstancia económica: aspiraba a fomentar una ética pública”. Yo crecí en esa austeridad. Mirando alrededor, la echo de menos.
Por Javier Morales Ortiz
Mecánica terrestre.