Europa no es un bolero

Acudí al debate televisado de los candidatos de los partidos supuestamente mayoritarios más por vicio que por placer; no podía hacerlo por despecho, porque he carecido de cualquier afinidad con, al menos, uno de los contendientes.

Para empezar, ¡qué cutre todo!, desde el decorado, la planificación del cara a cara, la realización (con planos tan estáticos que ni siquiera lograban evitar que el despliegue de legajos de uno de los intervinientes tapara el rostro de la otra) hasta la impostura de un formato inaceptable.

Luego, metidos en harina, un candidato lector, amarrado a sus cuartillas, resignado a aparecer tembloroso ante las cámaras, deletreando con voz de colegial frases que parecía no entender, vacilante hasta obligarnos a atender a la babilla que producía la comisura de sus labios más que a sus propias argumentaciones (tal vez, por razones meramente cuantitativas: hubo más, mucha más, baba que argumentos). Y al otro lado, una candidata repeinada, dispuesta a proclamar a primera vista que observa la realidad con un solo ojo, porque la melena le impide conseguir la profundidad de campo que requiere una situación tan compleja como la que atravesamos. Bizca y todo, parecía ver más que su oponente, tan presumido él, que despreció sus lentes.

A partir de ahí…

No hablan de Europa, le reprochaban los tertulianos que repetían a troche y moche lo que ellos mismos ya habían anunciado a través de las ondas radiofónicas con las que trataba de animar la inexpresiva retransmisión televisiva. Y me pareció un argumento falaz. No incierto ni falso, sino falaz. Si el debate político se ha dirigido, por unos y otros, dirigentes políticos y medios de comunicación, hacia otras cuestiones, ¿cómo en vísperas de unas elecciones se va a discutir de otras cosas? Porque si Europa es ajena a los problemas cotidianos, ¿para qué seguir? ¿A qué viene ahora rasgarse las vestiduras porque ellos, los otros, los políticos, los bipartidistas, hagan lo que habitualmente se les reclama?

Porque ahora no toca o porque toca otra cosa, dicen. Puede ser.

Sí, en algún momento habrá que discutir sobre la significación de Europa en la acción pública de los vecinos de este continente, porque alguna vez habrá que dedicar un rato a saber qué representa y qué puede representar el gobierno europeo, porque en algún instante habrá que decidir cuántos medios y responsabilidades estamos dispuestos a ceder a ese ente de razón que llamamos Europa para que pueda responder a lo que con frecuencia le pedimos, porque alguna semana habrá que plantear cómo podemos seguir confiando en lo que todos denostamos, a sabiendas de que sin Europa sería peor; porque algún día habrá que decidir si la solución pasa por disolver una buena parte de las soberanías nacionales en una entidad real y un gobierno (con su parlamento y sus sistemas de control y una sociedad crítica y exigente, por supuesto) en una Unión que nos aglutine por encima de regionalismos y sentimientos menores…

Con esos planteamientos he leído Érase una vez Eurolandia, el artículo de Ignacio Torreblanca en El País. En él destaca las limitaciones que los gobiernos nacionales imponen a Europa y las contradicciones reales de la maquinaria europea para desarrollar una actividad plena de legitimidad en favor de los ciudadanos del continente. Y eso es responsabilidad de los dirigentes y de la opinión pública, de las formaciones políticas y de los medios de comunicación, y de los ciudadanos, por supuesto. Pero desde hace ya muchos años ninguno de ellos parece interesado en tales cuestiones. Como si prefiriéramos el juego popular de apalear al espantajo.

Alguna vez he recordado que en Maastrich, al tiempo que se celebraban los acuerdos que sellaban la unión económica europea, se retaba al futuro con la necesaria unión política. Pero se echaron los tifossi a la calle para celebrar el éxito y los intereses, la ceguera o un ictus degenerativo agostaron lo imprescindible; con el consentimiento de casi todos, que prefirieron defender el engendro para mantener el poder, la influencia o la fe patriótica en el cortijo.

El problema es que esta unión política requiere mucho más normas sobre las que asentar la economía, sino, sobre todo, criterios con los que actuar y objetivos a conquistar.

¿Este debate lo asume alguien o es la última gilipollez que se me ha ocurrido? Y si no es esto último, ¿por qué culpar a alguien de la responsabilidad que compartimos?

Tal vez  porque tenemos alma de bolero. Pero aquí no se trata de encontrar amores o desamores furiosos, sino una convivencia saludable. Nada menos.

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