
La Comunidad Económica Europea, como se llamaba entonces, fue un sueño en el invierno de la dictadura. No, la CEE no era el objetivo que algunos ambicionaban; entonces se reclamaba –puestos a soñar, por qué dejarlo a medias– una transformación más radical, ajena al orden capitalista, donde la igualdad no fuera un imposible. Sin embargo, a sabiendas de que el ambiente no estaba para revoluciones, el sueño animaba la primavera de una juventud limitada de horizontes.
Los cursos de verano repletos de jóvenes europeos y norteamericanos que ocupaban sin tabúes el casco histórico de ciudades monumentales y universitarias –Salamanca era un ejemplo– o las playas españolas deslumbradas por las esbeltas siluetas de “las suecas” encendían la hormonas, animaban el entresueño reprimido de las siestas e iluminaban un horizonte de expectativas: ingresar en Europa, ¡qué fiesta!
En aquel contexto la manera más inmediata de alcanzar la ciudadanía europea consistía en hacerlo del brazo de alguna de aquellas alegres criaturas sorprendidas por el arrebato seductor de unos latin lovers –ellos, sobre todo, pero también ellas– sin desbravar. O te invitaban a su tierra con el atractivo de exhibir ante los suyos un precursor de una especie autóctona de territorios sorprendentes o, deslumbrados por el misterio de una bravura a medio domesticar, te ofrecían el paseíllo hacia un futuro seducido por el misterio.
Visto así, que era una manera irónica de ver las cosas y de añadir a la observación un punto de sarcasmo hacia lo propio y lo ajeno, todo al tiempo, el flirteo podía inaugurar el camino más rápido para abandonar el frío. Y con coartada. Mientras la dictadura se afanaba en impedir que los ciudadanos miraran a lo lejos y hacia fuera, la broma del ligue concebido como arma política ayudaba a pasar el rato. Algún comentario se escapó en la prensa o en un cine patrio removido por el destape.
Años después, admitidos en el club sin matrimonio previo, incorporados de pleno derecho al Mercado Común, resultó fácil entender que aquel encuentro no era el desiderátum del sueño, pero alegraba el rostro taciturno del enclaustramiento. Nos hicimos europeos con una convicción pragmática: fondos estructurales, de cohesión, ayudas agrarias, trenes, autovías y, un poco más tarde, la definitiva perfección del viejo guateque sesentero: el Erasmus.
La realidad desmantelaba las expectativas originales y abonaba por la vía de los hechos un entusiasmo creciente que condujo a la Unión Europea, denominación que mitigaba el nulo atractivo progresista de lo que siguió siendo un mercado; tan eficiente, por cierto, que llegó a acuñar su propia moneda. La sociedad había entrado en la rueda de lo útil, una dinámica impuesta por los dirigentes y asumida por los ciudadanos que generó mecanismos que ampliaban los beneficios sin necesidad de reparar en los riesgos. No fue mal, pese a todo, aunque obligara a toda la sociedad a someterse al dictado de lo puramente realista o del mal menor.
Algunos lo vivieron desde la cercanía de las instituciones donde se hacía y deshacía e incluso en los escenarios que sellaban los nuevos hitos del progreso: Maastricht, Lisboa, Birmingham, Roma…
Han pasado los años. Y surgen dudas. La socialdemocracia europea imperante durante algún tiempo se ha despeñado ante el auge del liberalismo renano o el fanatismo de algunos conversos que se sumaron a la fiesta en un momento de excitación; todo ello, sacralizado con una liturgia oscurantista y mediante popes endogámicos, ha generado una indignación que puede abocar al más reciente parto de los montes: el populismo que recoge indignaciones y quejas plenamente legítimas para impulsar nuevas falanges que denigran la experiencia europea de hace poco menos de un siglo o movimientos aún adolescentes que ofrecen el furor prematrimonial como antídoto contra la vieja relación que, pese a los achaques e incluso las mentiras que negaron el sueño, ofrece motivos de respeto.
Aún más por esa vieja relación pasa, con todos sus defectos, el único sueño de los viejos: creer que fuimos toda la vida y aún seremos, el tiempo que nos quede, europeos; porque, puestos a encontrar un origen o una patria compleja y estimulante, ese continente ofrece aún un horizonte que permite temer la frustración. En las demás, naciones o parroquias, la frustración ya reina.
Estas reflexiones surgieron en plena celebración del Día de Europa. Se podía haber citado, aunque la frase no sea reciente, a Nicolás Sartorius: “Enzarzados como estamos en las tribulaciones del corral patrio evitemos el riesgo de perder la perspectiva. No hay salud a nuestras dolencias si no avanzamos en una UE cada vez más estrecha. De Europa no pueden seguir viniendo, en especial, recortes de déficit y amenazas de multas.
En esa fecha surgieron comentarios dignos de atención. Por ejemplo, el reportaje, pluralista y mesurado, de Claudi Pérez, La UE busca reinventarse a los 60, O el de su precursor Xavier Vidal Folch, Huimos del infierno y salvamos el abismo, pero… Nada es fácil. Pero el cobijo europeo ayudó a que algo fuera mejor.
