
FINGIMIENTOS POSBÉLICOS
En 1932, el maestro alemán Ernst Lubitsch abandonó momentáneamente su dedicación a la comedia para adaptar al cine el drama teatral de Maurice Rostand llamado El hombre al que maté (L’homme que j’ai tué, estrenado en 1930), titulándolo Broken Lullaby y que fue conocido entre nosotros como Remordimiento. Ahora, el prolífico y versátil realizador francés François Ozon ensaya una nueva versión de ambas obras, inspirándose confesadamente en la segunda y con un planteamiento similar pero una estructura muy diferente. En aquellas, el protagonista era un joven francés atormentado por un suceso ocurrido hacia el final de la primera guerra mundial y que decidía ponerse en contacto con los parientes de un soldado alemán muerto en combate para explicar las circunstancias del hecho, entrando así en contacto con sus padres y la que fue su novia. En el último momento renunciaba a su propósito y entablaba una relación cordial con la familia, hasta que inevitablemente llegaba el momento de aclararlo todo.
Ozon y su coguionista Philippe Piazzo, en cambio, centran más su atención –en una segunda parte inexistente en la primera versión, donde desde el principio conocíamos lo que había ocurrido– en el personaje de la joven Anna, la prometida del fallecido, desde cuya perspectiva asistimos a las consecuencias de la tragedia y que asume todo el protagonismo en esa parte añadida.
Se trata aquí de una especie de viaje de ida y otro de vuelta presididos por varios fingimientos sucesivos: el francés Adrien llega en la primavera de 1919 a un pequeño pueblo alemán y deposita unas flores en la que se supone es la tumba de Frantz, el soldado muerto. Será descubierto por Anna, a quien cuenta emocionado su estrecha amistad con este, conmoviéndola hasta el punto de que lo invita a visitar a los padres del muerto, los Hoffmeister, con los que ella mantiene una relación filial. Naturalmente, el francés es recibido con hostilidad por el doctor Hoffmeister, pero no tanto por su esposa, para quien cualquier recuerdo relacionado con su hijo es un motivo de alivio.
El contacto se irá estrechando emocionalmente –aunque la presencia del joven provoca también la agresividad de los amigos del médico, poseídos por un nacionalismo exacerbado tras la reciente derrota bélica–, hasta que hacia la mitad del metraje Adrien confiesa a Anna la verdad de su relación con la muerte de Frantz, sabiendo que después de hacerlo tendrá que regresar a Francia y confiando en que ella se lo cuente todo a la pareja de ancianos.
Pero ella decide mantener la ficción, dejarlos en una ignorancia que tanto los conforta y emprender a su vez viaje a París para recorrer los lugares de la singular amistad de Frantz con Adrien y tratar de localizar a este, quedando de manifiesto así la realidad que se ocultaba tras tantas visiones engañosas.
François Ozon, que asegura no haber visto la película de Lubitsch cuando decidió adaptar la obra de Rostand, presume de haberla revisado con la ventaja de saber que después de aquella conflagración bélica llegaría lo que entonces era sólo una terrible sospecha –el estallido de una segunda guerra mundial– y teniendo muy en cuenta el actual renacimiento de los nacionalismos exacerbados, que él pretende criticar desde un punto de vista europeísta y antibelicista, reflejado tanto en la crítica del nacionalismo alemán, ya citado, como del francés, traducido en la escena en que los clientes de un bar de París entonan marcial y agresivamente la Marsellesa.
Sin embargo, esas loables intenciones quedan matizadas por una realización excesivamente preciosista, en blanco y negro e insertos de imágenes en color, a veces dentro de la misma secuencia, con un criterio que no es fácil discernir, y con concesiones esteticistas típicas del autor, que en más de una ocasión caen en el melodramatismo facilón e insistente: no hacía falta tanto tiempo para contar esa historia, y varios de los meandros del guion, como el de la búsqueda errada del cadáver de Adrien por Anna en París tras el supuesto suicidio de este, o el tenaz cortejo al que la somete el alemán Kreutz, son perfectamente prescindibles.
Salvan la película, junto a su factura y a la soberbia interpretación de Paula Beer en el papel de Anna, los alegatos pacifistas que ya figuraban en la obra de Lubitsch, más ajustada y nítida en sus intenciones que esta nueva versión, cuyo mayor mérito es probablemente ayudar a recordarla.
FICHA TÉCNICA
Dirección: François Ozon. Guion: François Ozon y Philippe Piazzo, inspirado en «Broken Lullaby», de Ernst Lubitsch. Fotografía: Pascal Marti, en color. Montaje: Laure Gardett. Música: Philippe Rombi. Intérpretes: Pierre Niney (Adrien Rivoire), Paula Beer (Anna), Ernst Stötzner (doctor Hoffmeister), Marie Gruber (Magda Hoffmeister), Johann von Bülow (Kreutz), Cyrielle Claire (madre de Adrien), Alice de Lecquesaing (Fanny), Rainer Egger (sepulturero). Producción: Mandarin Prod., X-Film Creative Pool, Foz, Mars Films (Francia y Alemania, 2016). Duración: 113 minutos.
Ver todas las críticas de Juan Antonio Pérez Millán.
