Gerard Piqué se ha convertido en una cuestión de Estado.
Durante muchos años se ha reclamado a los personajes públicos que expliquen sus posiciones ideológicas y políticas; en particular, a los deportistas, a quienes en ese sentido aún se aplica un estatus más propio del franquismo que de una sociedad abierta y democrática.
Piqué ha desafiado en muchas ocasiones esa norma implícita.
Y por eso se le ha demandado, casi conminado, a que renuncie a expresar sus opiniones, incluso cuando se le pregunta sobre ellas, en el contexto de su participación en la selección española por el ruido que genera, aunque el ruido no dependa tanto de sus opiniones como del griterío, de la intransigencia y, en definitiva, de la falta de respeto de sus críticos.
Hurgando en el fondo, se le plantea la incompatibilidad de su implicación con la selección española y su implicación con la demanda de un reconocimiento de Cataluña que podría abocar a una reclamación de independencia.
Por partes. No cabe la menor duda de que Gerard Piqué tiene la nacionalidad española y, por ello, solo su propia decisión puede excluirle de la selección; todo lo demás resultaría un atropello. Sí caben dudas, por el contrario, sobre el valor representativo de la selección española de fútbol; desde el punto de vista práctico, carece de representatividad alguna; desde el simbólico habrá opiniones: del cero al infinito.
Las críticas a Piqué, antes y aún más ahora, son un alegato contra el entendimiento, el diálogo y el respeto a la convivencia. Sobre todo en estas fechas, el símbolo que pueda representar la selección española es mejor para todos con Piqué dentro. La imagen que él mismo proyecta, y desea proyectar, avala la viabilidad de una España posible e incluso feliz; al menos, si Luis Landero lo permite, una España negociable.
Resulta inexplicable desde un Estado necesitado de símbolos integradores la desatención prestada, por ejemplo, a la imagen de Gerard Piqué, al término del último partido de la selección en Madrid, retozando con su hijo sobre el césped del Santiago Bernabéu: padre e hijo con la camiseta española y su escudo en el pecho. Una imagen con tanto valor simbólico como la de Rafa Nadal, otro icono integrador desde posiciones bien distintas, saltando sobre Roger Federer, los grandes rivales de más de una década, para compartir un éxito… europeo. ¿Alguien debe propiciar un abrazo urbi et orbi entre Gerard Pique y Sergio Ramos?
Con estas reflexiones en mi armario escuché la última comparecencia de Gerard Piqué. Y tomé nota de mis reflexiones espontáneas:
Defender hoy a Piqué es defender a Cataluña y, sobre todo, a España.
Piqué es un símbolo de la España posible.
Quienes le denuestan están dispuestos a hacer inviable este país.
Añadido:
Algunos medios de comunicación (los pocos en los que aún creo) deberían revisar la línea editorial de sus programas deportivos, en los que se ataca a la libertad de expresión, a la pluralidad, al respeto y a la convivencia.
Porque, pese a que no toda la comparecencia resultara modélica (algún silencio justificado por intereses económicos o los efectos amnésicos de la pocha), cabría preguntar a los que amplifican y agreden verbalmente a Piqué desde las ondas:
- ¿Por qué le piden que no hable de los asuntos sobre los que ellos mismos le preguntan con reiteración y, a veces, malos modos?
- ¿Por qué reclaman sus opiniones en los momentos más inadecuados, según esos mismos interrogadores califican?
- ¿Por qué le dedican toneladas de palabrerías gritonas y redundantes si no para amplificar lo que critican?
- ¿Por qué tratan de esconder la profunda implicación ideológica de sus posiciones?
- ¿Será esa ideología subyacente la que alienta la bronca o el oxímoron en que se ha convertido el periodismo deportivo, una contradicción no menos contundente que el de inteligencia militar o el de aquel periódico tradicionalista titulado El pensamiento navarro)?