Gómez

Su padre le envió a Alemania a estudiar hostelería para que mejorara la tradición familiar: de cocinero a hotelero. El chico volvió con una formación extraordinario acorde con una pasión imprevisible: el teatro. Los españoles de la época quedamos sobrecogidos con el Informe para una Academia, de Kafka, que representó en las salas más curiosas del país. Impresionante. El mero recuerdo emociona por aquella exhibición de camuflaje que a su propio padre le hizo dudar: “Oye, Pepe Luis, esas orejas que llevabas no eran las tuyas, ¿verdad?”.

La Universidad Complutense de Madrid le ha nombrado doctor honoris causa. Es un título que se me escapa, pero, por todo lo que he sabido de él, desde aquella revelación kafkiana (acompañada por El pupilo quiere ser tutor, de Peter Handke, otro ejercicio asombroso en aquella España cutre), hasta su impagable Teatro de la Abadía, José Luis Gómez es el hombre de teatro que este país no podía esperar. Mucho menos, en aquellos tiempos, antes de su sorpresa, imaginar.

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