Indignación: causa y resaca

Me cuesta mucho aceptar la afirmación, cada vez más generalizada, según la cual estamos gobernados por corruptos y otra que establece que corrupción y política son inseparables.

Me cuesta, porque no encuentro otra manera de gobernarnos que a través de la acción política.

Me cuesta, porque conozco a políticos decentes.

Y me cuesta, porque, por las mismas, podríamos identificar corrupción con sector financiero, con iglesia, con empresariado o, también, con fundaciones, ongs e incluso con el pueblo llano.

La corrupción aparece en todas partes e incluso, en nuestro ámbito, donde el catolicismo impuso que basta con pasar por el confesionario para que los pecados sean perdonados, está bien vista no solo por los que la practican sino también por quienes la soportan o la sostienen.

En estos lares carecemos de una ética civil que invalide esa creencia y que estimule al propio ciudadano a exigir sanciones a los delincuentes de los pisos superiores y para denunciar a los que incumplen sus obligaciones en el patio de vecinos.

Claro que hay diferencias: cuestión de medida, por la extensión y por el volumen de la corrupción y lo corrompido, y además por la responsabilidad pública de los corruptos.

Sin embargo, me cuesta aceptar aquellas afirmaciones por la generalización de las identificaciones y porque, en cierta medida, encubren un auténtico vicio colectivo que ampara la podredumbre.

Eso no impide señalar con indignación a todos los corruptos y a todos los inútiles (otra forma de corrupción por cuenta de ellos mismos y de quienes les proponen o protegen) que rigen o dirigen instituciones, entidades, colectivos sociales o cualquier comunidad de vecinos. De más a menos.

Dicho esto, ¿qué?

¿La indignación debe ser responsable?

Quizás no, pero puede ser un signo de decencia.

Merece más respeto el indignado que el dignatario.

La indignación puede ser digna; la sumisión, no.

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