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En el ámbito de la información es tan importante el contenido como el tono y la actitud de quien lo transmite.
El gesto, el énfasis, el grito, la redundancia permanente, la pretensión de complicidad con la otra parte o el complejo de superioridad del emisor reducen el valor de la información e incluso, a veces, la aniquilan. Porque con tales elementos o artimañas la someten a criterios ajenos a los principios que esgrimen con prodigalidad y en defensa propia periodistas y profesionales de diferente estofa, pese a que ese derecho corresponde a los ciudadanos, no a los que informan.
Con aquellos aditamentos la transmisión de hechos y datos queda contaminada. El canal informativo se distorsiona hacia la trivialización, la parcialidad, la imposición, la banalidad o tantas otras. La información camina con frecuencia por esos rumbos.
Hay asuntos, como la pandemia del coronavirus, que tientan al informador hacia derroteros espurios: el énfasis desmedido, la espectacularización, el alarmismo, la redundancia permanente, el amontonamiento de cifras matizables, el abuso de lo emocional frente a la complejidad… La información se distorsiona incluso en los casos en que se cumple el principio básico e imprescindible de la veracidad, sin la que el periodismo directamente fallece.
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No se trata aquí de esos otros territorios que, bajo la denominación de comunicación, incluyen la distorsión, la exageración, la burla e incluso el engaño, y que contaminan a los profesionales del periodismo y a muchos de los que se sitúan como mediadores ante los ciudadanos en la transmisión y/o explicación de determinadas realidades. También en lo relacionado con la pandemia del Covid–19.
Los denominados “técnicos” coordinadores del operativo gubernamental suelen actuar con criterios razonables e incluso asépticos. Otra cosa ocurre cuando entran en acción algunos responsables políticos. Por ejemplo, la ministra que, de tanto convivir con la artillería, aprovecha para lanzar granadas u obuses contra posiciones adversarias. O el vicepresidente que se inviste de máxima autoridad con tono impostado, actitud benefactora y un discurso más propio del jefe del Estado que de un currante obligado a resolver los problemas de quienes más sufren la actual situación; se olvidó de que el ego propio no remedia los males ajenos.
Se podría aludir a otros innumerables casos, pero la mayoría no son fruto del error o la desmesura. Buscan efectos que convierten con su actitud en despreciables
El tono y la actitud distorsionan la información y lastran también posiciones respetables adoptadas en beneficio de los ciudadanos. Esos hábitos que infectan la comunicación confunden en perjuicio del alto valor de la información. Máxime en ciertos momentos. O inciertos.
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