La promoción comercial de la novela estuvo bien planteada. Antes de que apareciera publicada en España, importantes editoriales ya habían adquirido sus derechos en países tan distintos como Alemania, Japón, Italia, Israel, Reino Unido… La historia de un niño que huye de su casa. Un autor novel, extremeño, residente en Sevilla, redactor publicitario de profesión. Pronto la crítica acudió a avalar la inversión y la expectación. Intemperie, de Jesús Carrasco, fue saludada con entusiasmo.
La leí tratando de que los sabios me no condicionaran. No me entusiasmó al comienzo. Admiré el lenguaje de Delibes, al que remitían el lenguaje e incluso la sequedad de la meseta.
He admirado a quienes dominan ese lenguaje que remite a la ruralidad, a las tareas del campo; también al que transmite la realidad y el saber de quienes vivían del mar, adentro o en la costa, no en la playa. Pero siempre he denostado el uso literario de las palabras sin alma, las sacadas de un catálogo de aperos y jardinería o de un manual para capitanes de velero. Y hubo un rato en el que me desbordó la imponente presencia de lo agrario, de sus términos. Aun sin sentir el riesgo de la impostura que sí he reconocido otras veces, me abrumaba. Dudé.
En las primeras páginas, no pocas, ese lenguaje puede resultar apabullante, obsesivo, quizás retórico. Al concluir la novela vuelvo a dudar. En sentido inverso. Ese lenguaje de palabras o expresiones derrotadas por los cambios sociales o el poder describen o significan un paisaje, un espacio, un mundo. La novela de Jesús Carrasco remite desde el principio, para evitar equívocos, a ese territorio literario y espacial, porque ese es el principal protagonista de Intemperie.
El espacio que se describe es un personaje, o tal vez el central, de la narración y, en consecuencia, el cómo se relata constituye la manera de crear su alma, el espíritu que envuelve una realidad áspera, nada complaciente y brutal, que remite a la soledad y a la intemperie de quien se resiste a la sumisión y a la indignidad.
Cuando todo eso se percibe, el lenguaje adquiere una potencia extraordinaria, evitando lo poético –un riesgo cierto, esquivado con un control excelente– para que el relato resulte agresivo, bárbaro, como la realidad que trata.
Dicen que Intemperie remite también al western, a Cormac MacCarthy, que induce a una recreación cinematográfica. Y pueden tener razón, aunque ese posible empeño requerirá mucho talento para estar a la altura de la capacidad evocadora del texto.
Un niño, un viejo, muy pocos personajes más y un paisaje, un territorio imponente, son suficientes para trazar un relato vigoroso donde la palabra olvidada desvela sentimientos de siempre.
Intemperie no es una circunstancia, sino auténtica substancia. No una manera de estar, sino un modo de ser.
