Si el Monopoy hubiera sido un juego de intriga, con policías, chulos y ladrones, en lugar de un tablero sobre el que se dirimen ambiciones relacionadas con la especulación y el negocio inmobiliario, la Comisaría de la calle Luna de Madrid habría ocupado un espacio preferente en el tablero. Enclavada justo al lado de la Plaza de Callao y limitada por la Gran Vía y las calles de San Bernardo y Fuencarral, podría haber desarrollado un papel central en la persecución de la delincuencia de cuello blanco, y no en el hostigamiento a raterillos, drogadictos y putas y putones de escaso aseo.
En realidad, nunca se puede estar seguro de lo que no ha ocurrido y, a veces, ni de eso. Pero a estas alturas solo importa que esa comisaría fue durante muchos años fiel reflejo de la desidia que se escondía a pocos metros del centro mismo de la capital de España. Una desidia reflejada en su propia oscuridad, en su angosto acceso, en la estrechez de los espacios o la suciedad adherida al mostrador tras el que había que formular cualquier denuncia.
Los agentes preferían fumar a la intemperie de la calle, a los delincuentes les afectaba la sordidez del espacio más que el castigo casi siempre admonitorio y pasajero que podría recaerles, y a los ciudadanos con razones justificadas para la delación les repugnaba tanto el antro que preferían abstenerse de formular cualquier demanda agobiados por el paisaje y la indolencia de los funcionarios.
Muchos de los conflictos se resolvían en plena calle. Una tarde de invierno, por ejemplo, el equipo de redacción del programa Hora25 de la Cadena SER bajó, como tenía por costumbre, a tomar un café al Nebrasca de la Gran Vía para partir el horario laboral y seguir debatiendo sobre las previsiones informativas de la jornada. De regreso a la octava planta, el director del programa echó manos a los bolsillos del pantalón y advirtió que allí no estaba su cartera, Acompañado por un par de redactores, bajó a la cafetería para buscar la billetera por el suelo y los rincones de los bancos y la mesa donde habían conversado. No la encontraron. Tampoco los camareros la habían visto.
- Esto es cosa de los juláis que entraron en la cafetería mientras ustedes hablaban, dijo uno.
- Se lo advertimos a los clientes, que tengan cuidado con estos chavales, pero como ustedes son como de la casa… Creímos que estaban al tanto.
- Son unos críos. Los encuentran ahí detrás, en la plaza de los cines Luna.
Allí se fueron, capitaneados por el director del programa. Y allí encontraron a un grupo de mozalbetes desaliñados fumando lo que fuera. El director del programa radiofónico reconoció a uno de los muchachos. Le señaló con el dedo.
- ¡Eh, tú! ¡Mi cartera!
- ¿De qué coño hablas? ¡Yo qué sé de tu cartera!
- A ti te íbamos a quitar la cartera, con el careto que tienes, que te conoce to dios, dijo otro que parecía haberle reconocido por su programa en televisión.
La disputa se fue haciendo más airada, aunque no más violenta. Animado el interpelante por el respaldo de sus dos silenciosos guardaespaldas, agarró al muchacho por la solapa del simulacro de abrigo con el que se arropaba hasta ponerlo en pie. Luego, le conminó a modo de ultimátum.
- ¡O me das la cartera o te partimos la cara!
Los colegas del amenazado no tuvieron tiempo de sublevarse solidariamente. El muchacho había abierto el abrigo del que colgaban a modo de muestrario varias carteras y algún monedero.
- ¡Es esa! –señaló el periodista.
No hubo pleito. El muchacho entregó la pieza requerida y con ella regresaron a la octava planta. El resto de los redactores se arremolinó al observar la excitación de los recién llegados. El jefe les contó la peripecia y dramatizó el enfrentamiento, mientras trataba de introducir la cartera recuperada en el bolso en el que guardaba un cuaderno, bolígrafos, un neceser de urgencia…
- ¡Coño, que mi cartera estaba aquí!
- ¿Y la que le has quitado al muchacho?
La sacó del bolsillo del pantalón.
- Va a resultar que el ratero eres tú…
Aquella chavalería representaba a la clientela habitual de la comisaría de la calle Luna. Mucha cutrez y poca monta. Muchachos de un hampa congénita, ciudadanos confiados en su bravura más que en la eficiencia policial.
- Hubo tiempos mejores.
El comentario lo hizo, días después, cuando le relataron la anécdota, el máximo responsable de los Servicios de Inteligencia y Antiterrorismo de la Policía Nacional.
Años atrás, en plena Dictadura, por esta comisaría había pasado un comisario irrepetible. Los policías a su cargo le temían por su capacidad intimidatoria e incluso por su brutalidad, pero, sobre todo, aunque parezca contradictorio, por el desprecio que expresaba a quienes trataban de imponerle su propia soberbia. Aquel comisario se convirtió en una referencia para sus subordinados. Podía provocar múltiples sentimientos, siempre radicales, nunca indiferentes. Nadie le podía negar su desfachatez.
Una mañana oscura, aún más oscura de lo normal en aquel tugurio policial, un agente le pasó la matrícula de un vehículo de alta gama que habían dejado muy mal aparcado en una calle próxima. El comisario guardó el papel en su despacho. Un par de horas después, un señor de traje y corbata accedía a la dependencia policial sin atreverse a apoyar sus brazos en el mostrador tras el que se aburría un funcionario.
- Perdone usted. Soy el consejero de la embajada de Estados Unidos en España. Me gustaría hablar con el comisario.
- Un momento, por favor, respondió desperezándose el agente.
No tardó en comparecer desde la oscuridad el responsable de la oficina.
- Señor consejero.
- Mucho gusto, comisario. ¿Le puedo llamar por su nombre?
- Comisario Farragua.
- Quiero denunciar, comisario… ¿Me ha dicho Paniagua?
- No, señor. ¡Farragua!
- Perdón, comisario Faaarragua. El caso es que, a primera hora de esta mañana, ha desaparecido de la puerta de la embajada el coche de nuestro embajador. Es importante. Porque es posible que en el vehículo se olvidara algún documento u objeto del interés.
- No es fácil dar con un coche robado en un plazo tan breve. ¿Me puede facilitar la matrícula del vehículo?
El comisario tomó nota. Aquellas letras y aquellos números le sonaban.
- ¿Me permite una comprobación?
- ¿Cómo no?
- Siéntese en el banco, si lo desea. No tenemos un sitio mejor. Sírvale un vaso de agua, agente.
Tras las disposiciones concretas, el comisario atraviesa la oscuridad con pasos decididos en dirección a su despacho. Allí comprueba que la matrícula que uno de sus agentes le había pasado aquella misma mañana coincide con la que le acaba de facilitar el consejero americano. Regresa al mostrador.
- No tenemos constancia de nada relacionado con el vehículo que usted reclama. Pero no se inquiete. Es normal.
- ¿Y cuánto tiempo suelen tardar en encontrarlos? Nor-mal-men-te.
El comisario advirtió el retintín del americano.
- Lamento decirle que a veces no se encuentran, aunque no sea lo nor-mal.
La brevedad del apaciguó la tensión. El comisario, seguro dominar el escenario, sonrió.
- Ha tenido suerte al acudir a esta comisaria. Por cierto, bastante alejada de la calle Serrano, donde está su embajada.
- Vivo cerca de aquí. Me han llamado por teléfono.
- No, no se lo reprocho, pero ha acudido a la comisaría más adelantada de España en este tipo de delitos.
Silencio para generar expectación.
- Se lo explico. Esta comisaría ha adquirido hace unos días una máquina que localiza los coches robados. No es infalible, pero… Le dejo con mi ayudante, el procedimiento es rápido.
Escéptico, el diplomático evita sentarse donde le indica el policía. Ahora sí acepta el vaso de agua. Permanece en pie. Un ruido llega desde detrás de las sombras, parece el sonido de un engranaje que se pone en marcha o una especie de fichas en movimiento, tal vez las piezas de un puzzle electrónico… El agente se dirige al americano.
- Es la máquina nueva del comisario. A nosotros no nos deja utiizarla todavía. Debe ser muy frágil.
El policía Farragua, en realidad, tras cotejar de nuevo sus notas y confirmar la absoluta coincidencia de las matrículas, ha desplegado sobre su mesa metálica las fichas del dominó con el que, a veces, hace solitarios en el despacho. Ha empezado a moverlas de manera progresiva, a un ritmo variable y creciente; ahora, unas pocas, luego, todas, más tarde… una eclosión. El inspector reaparece. Le brinda su mano al consejero estadounidense, sorprendido por el gesto.
- Ustedes son un gran país y nosotros, los españoles, queremos que así sea.
- La máquina tampoco…
- La máquina ha estado perfecta. Le escribo la dirección donde se encuentra el vehículo de la embajada. Puede recogerlo. Muy cerca de aquí y, según parece, no está demasiado bien aparcado. Dese prisa.
- ¿Está seguro de que se trata del vehículo del embajador?
- Si usted me ha dado la matrícula correcta, no tardará ni diez minutos en comprobarlo.
- Perdone, comisario. ¿Puedo llamar por teléfono al embajador para contárselo?
- ¡Pásele un teléfono, agente!
Terminada la conversación, el diplomático se despide eufórico y agradecido.
Las carcajadas en comisaría se pueden escuchar en la calle, pero no en el despacho del ministro de Interior, que ha recibido una llamada telefónica urgente del embajador americano, satisfecho y agradecido por la eficiencia policial española.
- Acabo de conversar con el secretario de Estado de Seguridad de los Estados Unidos. Me ha pedido toda la información sobre esa máquina.
- Ahora mismo sólo le puedo decir que hemos hecho algunas inversiones en los últimos meses, pero no tengo los detalles.
- Haga todo lo que esté en su mano. El secretario de Estado sea ha enojado mucho. ¿Cómo es posible, me ha dicho, que los españoles, a los que tenemos que ayudar en todo, dispongan de un aparato del que no tenemos noticia y vosotros sin enteraros? ¿Qué hacen la CIA y los Servicios Secretos de la embajada?
- ¡Caramba con el secretario de Estado!
- Por favor se lo pido. Deme toda la información sobre esa máquina.
- Me informaré y se lo trasladaré en breve.
La llamada siguiente suena en el despacho del comisario de la calle Luna. Es la voz del ministro. Grita.
- ¡Farragua! ¿Qué ha hecho esta vez?
El cese le llegó un par de horas más tarde.
En ese preciso instante empezó la decrepitud de la comisaría madrileña de la calle Luna. Nadie se atrevió a sofisticar su equipamiento y su clientela quedó reducida a unos pocos raterillos, drogadictos y putas y putones de escaso aseo.
Pudo ser una referencia de modernidad. Tal vez habría haber conquistado una casilla preferente en el tablero del Monopoly.